martes, 28 de junio de 2016

CUENTO DE LOBODÓN GARRA, PUBLICADO EN LA REVISTA CARAPACHAY

La sudestada.

Los lugares más solitarios y desolados de las islas son las costas sobre el río Uruguay. En toda su extensión no se ven sino interminables montes de ceibos retorcidos y añosos y grandes sauces colorados. Ni un alma habita por aquellas casi inaccesibles soledades donde el agua levanta al aire los negros raigones de los árboles caídos. En algunos lugares se extienden inmensas capas verdes flotantes de las que emergen, a la distancia, pequeñas islas con ceibos achaparrados. Las bocas son tan hermosas como tristes. En algunas, como las de Brazo Largo, Brazo Chico, Gutiérrez, etc., los camalotes adquieren enormes dimensiones, varados en medio de juncales desolados y desiertos, que no terminan nunca. Como única expresión de vida, sólo se siente, a veces, el balido de las nutrias y se ve, de cuando en cuando, el pausado vuelo de alguna garza que se pierde por aquellos lodazales y tierras bajas inhabitables.

Más arriba, frente a la boca del Martínez y del Mosquito, el Uruguay alcanza a tener, según dicen, trece kilómetros de ancho, lo mismo que frente al Ñancay. Por allí ese hermoso y gigantesco río, lleno de bancos y troncos ocultos, adquiere su expresión más grandiosa y bravía y en esa tremenda cancha –por algo los criollos en la zona le llaman “la mar”- desarrollan su más extrema violencia las sudestadas. Un temporal de sudeste en aquel sitio es sencillamente temible y, al abatirse sobre las islas, no respeta ni a la costa misma, arrasando con todo.

Frente al Ñancay es donde esa acción es más apreciable. Allí el río ha avanzado cerca de cuatrocientos metros, sólo en el correr de los últimos años, dejando, como recuerdo de la antigua línea e la costa una ancha extensión donde hoy emergen, de entre las aguas, grandes raigones de árboles que antes crecían en la orilla. La acción del río ha sido tan avasalladora que, en cuarenta años un solitario puesto de la Subprefectura que aún allí existe, ha tenido que mudarse dos veces y el primitivo sitio en que se levantaba queda ahora bien adentro entre las aguas. Es más, el arroyo Las Ánimas, que desemboca en el Uruguay, lo hacía antes en el Ñancay, pero, al ser arrasada la costa de aquel río. Las Ánimas perdió su contacto con el Ñancay y se vierte hoy directamente en él, circunstancia que está en vías de repetirse con el Santos Grande, aún unido al Ñancay en un punto a donde acerca la acción aniquiladora de las aguas.

Y ya que hablo del Ñancay, quiero referirme a esa Ultima Thule, de las Islas del Ibicuy, sitio tan alejado y de difícil acceso –lo es sólo por el río Uruguay- que no muchos conocen dentro de las mismas islas, no obstante haber sido de los lugares poblados desde mayor número de años atrás. Allí, a principios de siglo, vivían Cecilio Lamariño, Feliciano García y Justo Cepeda. En 1906 el gobierno de Entre Ríos concedió 2000 hectáreas a tres alemanes: Luis Ostendorf, Otto Sagamüller y Jorge Weide, con la condición de que introdujeran diversas variedades de árboles de Europa. En la aventura, de todos éstos sólo quedó el último. Se trajo una mujer de Buenos Aires, una bailarina del Paseo de Julio, y allí se estableció. Años más tarde, en 1925, también llegó su sobrino, antiguo violinista, que hoy tiene su plantación cerca de la boca del Ñancay con una linda casita.

En la orilla izquierda, y ocupándola en una larga extensión, está el campo “La Calera” de los “Ingleses”, que en 1923 plantaron 50 hectáreas de sauce. Más arriba, hasta hace tres o cuatro años, última vez que por allí anduve, el Ñancay, rodeado de fajas sombrías y tupidas del monte blanco, estaba despoblado y selvático en un trayecto de kilómetros. Apenas, por ahí, a las cansadas, se alcanzaba a ver algún rancho cuya soledad y aislamiento impresionaba. Pero ahora, me informan que nuevas e importantes quintas han ido surgiendo en los últimos tiempos.

Aún más arriba, en el extenso curso del Ñancay, hay una propiedad donde, en 1922, se hicieron grandes plantaciones que luego quedaron abandonadas. Allí se trató, en 1938, de colonizar la zona trayendo catorce familias ucranianas. Pero debido a la marea del 40 se desanimaron y dejaron el lugar. Sólo quedó una que aún viven en el donde de ese mundo lejano y solitario. Hasta donde llegan mis noticias todos esos campos anegadizos, pero de mayor altura que los del Delta inferior y medio, después de un pasajero intento de plantar yute, en 1944, para lo cual se llegaron, con gran movimiento, a arar 40 hectáreas con tractores Caterpillar, estaban arrendados para hacienda.

En el Ñancay desemboca el arroyo Santos Grande que es mucho más poblado y hasta tiene algunas confortables viviendas de jardín, las que se adivinan muy antiguas, a pesar de que allí la soledad es doble: soledad dentro de la soledad de las islas. No es de extrañar, pues, que para salir de ella sus pobladores hayan contribuido este año a abrir un camino construido por iniciativa particular, el cual partiendo del Martínez, pasa, a través de albardones interiores, por el Ñancay hacia Gualeguaychú. Además, algún día ha de completarse el canal, ya iniciado hasta el Mosquito, que lo unirá al Martínez.

Aquella tarde había varios parroquianos reunidos en el almacén de Tristán, arriba de cuyo mostrador un cartel anunciaba a quien le interesara: “Aviso a los clientes que no se empresta ningún embase”. Allí estaba Salvador Aguilera que tenía un rancho cerca de la boca del Ñancay y pescaba “de firme” con trasmallo, el que colocaba al atardecer y retiraba a la madrugada. De preferencia se dedicaba al pejerrey, con abundancia de “matungos”, aunque asimismo sacaba dientudos, tarariras, mandubíes y bagres amarillos. También estaba Ramón Salazar, que vivía en el Ñancay, arriba de la boca del Santos Chico, solo, en un campo arrendado, cuidando una tropa de vacunos de su propiedad. A su lado aparecía Medardo Peñalva, criollo medio tuerto, que ya blanqueaba, de cejas y bigote hirsuto y espeso, como matas de paja colorada, por entonces arranchado en Las Ánimas, a quien se conocía con el nombre de “Mataojo” y, aunque él sostuviera que “a naides ofiende”, siempre andaba en líos con la Subprefectura por su manía de introducir al país mercaderías sin tomarse la molestia de pagar el correspondiente derecho de aduana. Completaba el número de los parroquianos, bebiendo su copita de ginebra, un holandés llegado tiempo atrás con el propósito, según contaba, de hacer plantaciones de menta, al que la gente conocía como Don Guillermo, quien había venido ese día al almacén con el fin de adquirir mercaderías, viaje que aprovechaba para hacer copiosas libaciones.

Mataojo estaba hablando de los Castro, famosos contrabandistas de la provincia de Buenos Aires, quienes, en una época que recordaba, tuvieron una lancha rápida a la que habían puesto por nombre “Sacale Pelusa”, y ninguna de la Prefectura podía alcanzarla. Hasta que, una vez, incautamente, lancha y conductores cayeron en poder de la autoridad. Luego recordó, como parte de sus aventuras, la ocasión en que, un día de mucha “nieblina”, sorprendido por la prefectura uruguaya, se tiroteó con ella y pudo eludirla metiéndose con su canoa sobre un bando donde, por falta de calado, no lograron alcanzarlo sus perseguidores, trance del que salió con un balazo en una pierna.

Aguilera, que ya había empezado hacía rato a empinar el codo, recordó por su parte, la vez que andaba pescando por el Uruguay con su tío Jacinto Ortiz, “que supo vivir con la india Gregoria”, y vieron llegar por la costa una procesión como de diez o doce que venían “ensuceaos po el barro y entre un lambedoral bárbaro”.

-Estaban vestidos e puebleros y algunoj hasta con valija. Agatas sabían hablar la castilla. Loj habían tráido e la otra banda largándolos en esa costa bruta, ande ni rancho hay, haciéndoles creer que era pa que no los viera la suprefectura, pero que dende áhi podían dir caminando hasta la estación. Querían saber ande quedaba la estación. ¿La estación? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Nos ráimos como locos. Hasta que se enojaron y querían matarnos pa sacarnos la canoa. Algunos tráian mucha plata en las valijas.

Ese día había amanecido nublado y con fuerte viento del sudeste, el que iba arreciando, poco a poco, como amenazando temporal.

Ramón Salazar, que ya se había manifestado algo inquieto, aprovechó una pausa en la conversación y salió hasta la puerta para consultar el tiempo. Luego regresó al mostrador, se hizo servir otra copa y, dirigiéndose a los demás contertulios, anunció:

-Me van a dispensar, señores, pero se está poniendo feo y tengo que dirme pa juntar mij animales.

Y dejó el almacén, llevando algunos vicios que había comprado, los que colocó en su canoa, partiendo con remada pausada a favor de la corriente, ya que el arroyo, por la fuerza del viento, estaba creciendo.

Un rato después, y siempre con el mismo viento, cuando aun no había hecho ni una parte del trayecto, comenzó a caer una llovizna fina y molesta.

Matías Chaparro, propietario y patrón de la chata “Siempre Francisco”, de treinta toneladas, con un cargamento completo de espinillo. Había empezado a cargar muy de madrugada, no obstante lo cual sólo a las dos de la tarde la labor estuvo concluida. Partió en seguida, pero el Ñancay es interminable y sería cerca de las cuatro cuando entró en el Santos Chico, mientras Sabino, el muchacho que le servía de marinero, subía hasta la timonera para alcanzarle algunos mates. Él también seguía con inquietud el fuerte viento que, cada vez más, se iba levantando y lo tomaba de frente, de modo que, en cuanto empezó a lloviznar, se vio obligado a levantar el vidrio delantero, el cual en seguida se empaño con gotitas de agua que le hacían difícil la visión y sólo le permitían distinguir, sin detalles, la masa de los árboles de la orilla del arroyo.

Así fue cómo, al cruzarse con la canoa en que venía Ramón Salazar, quien, remando de espaldas, tampoco se había apercibido de la proximidad de la chata, dado que el ruido del viento tapaba al del motor, se iba sobre ella y, si no hubiera sido por los gritos de Sabino, que se lo advirtió, la hubiera atropellado.

Pero, salvado el percance y marchando en sentido contrario, bien pronto se perdieron mutuamente de vista, tragados por la opacidad de la llovizna, cada uno en busca de su suerte.

Cuando Matías Chaparro llegó al almacén de Tristán ya era tarde y, con el cielo encapotado y lóbrego, oscurecía temprano. Atracó al muelle, detuvo el motor y, con la ayuda de Sabino, extendió una lona ancha sobre su carga.

Al entrar al Almacén, todo empapado, una lámpara iluminaba la escena y, entre el ruido de los chiflones, parecía que se había desatado la furia del viento.

Don Guillermo ya se había ido y sólo quedaban allí Mataojo y Salvador Aguilera, quien, tan locuaz como al principio, seguía su charla:

-¿Se acuerda, Don Peñalva, cuando nos tocó salvar a unos que armaron un viaje con el gringo Basic pa llegar hasta la Amazona? Habían salido e Güenos Aires en un barco e fierro que acomodaron pa el caso y hasta llevaban contratos con Uropa pa cazar tigres y sonceras pa venderle a loj indios. Pero, al llegar a la boca del Ñancay, una sudestada loj echó a pique y tuvieron que ganar la costa, ande pasaron la noche trepaos en una pila de madera, pidiendo auxilio.

“Es que el Uruguay es bravo cuando se enoja, amigo. El Uruguay ej un loco. Hay que tenerle miedo al Uruguay.

“Antes, pa surtirme, tenía que bajar hasta el almacén e Herrera, en el Brazo Largo. Una vez que diba con mij hijos, me agarró un temporal en la boca e La Tinta y, por suerte, pudimoj atracar en la costa con las provisiones que llevábamos. Sacamos la canoa a tierra y la dimos güelta pa que nos sirviera e techo. Nos quedamos áhi como tres días esperando que amainara hasta que, por insistencia e mij hijos, me decidí a seguir. Era una temeridá pero quería que vieran lo que era la mar. ¡Que viento! Pusimos la vela y hacía ruido como e areoplano.

“Otra vez que andábamos en la lancha e un compañero pusimos el espinel y, cuando teníamos que dir a recorrerlo, había un viento que levantaba una marejada bárbara. Yo no quería salir, pero mi compañero insitía.

“-Mirá, hermano, que ya es tarde y el dorao descarna mucho si lo dejamos.

“-Está fiero el tiempo pa salir –le dije-, pero, en fin, si te empeñás, dame eso.

“ Y me tomé casi un litro e vino.

“-Áhura podemos dir.

“En el camino vimos que ningún pescador había salido.

“Apenas cruzamos la boca el Martínez, la sudestada dentro a gopiarnos en el pecho en cada ola y la lancha se no enllenó de agua.

“-Mirá, hermano, que tenés razón. Mejor es que volvamos –me dijo mi compañero.

“-No –le contesté-, seguiremos. Yo soy un marino viejo y vos no sabés que lancha tenés. Tomá, manejá vos.

“Paramoj un rato pa achicar en la escuridá y con gran difucultá pasamos la canaleta e la costa. Hasta que llegamos al banco ande la marejada no era tan juerte.

“-Por lo menos tendremo tiempo e ver la mitá el espinel –me dijo-. La otra la dejaremos. Meté todo, bagre y pejerrey, que después limpiaremos.

“Empezamos por el gallo e la costa, dejando lejoj el del canal. Mientras capiábamos diba recogiendo la línea, metiendo todo adentro con la mayor rapidez. En eso estábamos cuando la lancha dio un güelco que noj hizo temblar.

“-¡Soltá el bolín! –me gritó.

“Terminamos cuando ya estaba aclarando.”

Mientras tanto el viento aun arreciaba. El fío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. El frío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. Camalote tras camalote pasaban velozmente hacia arriba y la noche se venía con un verdadero concierto del sudeste que parecía traer, a la distancia, algún eco del lejano tronar del Uruguay.

Chaparro, con Sabino, se preparó para pernoctar con su chata después de reforzarle las amarras. Y, ya oscurecido, de tanto en tanto, iluminaba con su linterna, que abría su foco sobre la cortina de la lluvia, permitiendo apreciar el agua que crecía arrastrando una interminable procesión de camalotes semidestruidos.

Cuando amaneció, al día siguiente, seguía la lluvia y el viento, y del agua estaba altísima, ya desbordando sobre el albardón.

Ramón Salazar había llegado a su rancho, la tarde anterior, con tiempo justo para juntar sus treinta animales antes de que oscureciera. Chapaleando entre el agua, que seguía, creciendo, los puso en una alturita que había hecho sobre el albardón, en un descampado, junto a un arroyo cegado por la espadaña, y allí los dejó soportando pacientemente el chubasco, con las ancas al viento, encerrados en un corral de palos de sauce que rodeaba el terraplén.

Pero, al día siguiente, calculó que, como el agua había seguido creciendo y el terraplén estaba muy pisado, nuevamente los animales debían estar entre el agua, que ya había inundado su rancho, por lo que subió en su canoa y, bajo la lluvia, fue a verlos.

Matías Chaparro miró el cielo que seguía lóbrego, tapado con nubes bajas que se desplazaban a la carrera, mientras se deshacían en una lluvia, ahora copiosa y continua, impulsada por un viento que, de más en más, arreciaba.

Con ese tiempo no podía entrar en el Uruguay. Pro tenía apuro en llegar a San Fernando, ya que estaba próxima una serie de días feriados y, si no se anticipaba, quien sabe hasta cuándo no descargaría.

Entró en el almacén para entonarse con una copa. Y, como dejara adivinar su intención de partir, alguien, desde atrás del mostrador, alcanzó a decirle:

-¿Se va, amigo? ¿No le parece que está muy feo?

-Todavía no sé –contestó-. Pero me gustaría estar en San Fernando cuanto antes.

-¡Es claro! –le respondieron -. Usté sabrá ¿no? Cada uno es dueño.

Después salió, puso su motor en marcha, desamarró y partió para acercarse a la boca. Allí vería.

Y mientras Chaparro se iba, Salvador Aguilera que, a causa del temporal también había pasado allí la noche, tirado en un rincón junto con Mataojo, retomó su monólogo rociado con nuevas copas:

-¡Que sudestada! Va a traer una marea grande. Mira con qué juerza sube el agua. Y el viento sigue como si nada. ¡Y aquí que castiga que ej una cosa bárbara!

“¿Se acuerda, don Peñalva, cuando se llevó la casa el viejo Weide? Había subido tanto el agua que tuvieron que dejarla porque se habían levantao los pisos y medio se estaba tumbando. La mujer salvó a nado a una chiquilina que tenían, llevándola hasta un árbol. Pero, cuando volvió pa recoger al viejo, la chiquilina se cayó y se la llevó la correntada. Hicieron muchos disparos e arma pa que vinieran e la suprefectura. Dicen que naides se anotició.

“Pero ninguna como la el 40. ¡Esa si que jué marea! Por un día no se vido más que cielo y agua, ¿se acuerda, no? Apenaj las copas e loj árboles. ¡y la e destrozos que hubo! El viejo Zoilo y su gente tuvieron que hacer un aujero en el techo el rancho y pasaron toda la noche ataos a la cumbrera, abajo e la lluvia. Algunoj arroyos estaban que no se podía pasar con las vacas ahugadas y los trozos e madera e la que se hallaba apilada en la costa pa venderse. El gringo Masakas se pasó la noche tirando las gallinas arriba el techo pa salvarlas, pero el viento en seguida se la voltiaba. Uno e los Aguirre, que andaba e diligencia por el albardón recogiendo las vacas, perdió el caballo al bajarse pa desenganchar un ternero. Lo encontraron cuando venía a pie, trasijado, con la agua hasta la cintura, ya casi duro e frío y empezando a temblar. Si no lo hallan se muere.”

-Yo también pasé las mías –comentó por fin Mataojo-. En ese tiempo yq estaba arranchao en Laj Ánimas y tenía una canoa que hacía agua y estaba pensando arreglar. Justo pa entonces vino la marea. Adentro el rancho había como metro y medio e agua. Tuvimos que subirnos todoj en la canoa y atarla al lao el rancho abajo e la lluvia. Así pasamos la noche. ¡Qué noche! Agua e arriba y agua e abajo.

Matías Chaparro se acercó trabajosamente a la boca. A la distancia llegaba el bramar del Uruguay. Era una locura tratar de salir con ese día, bien lo sabía. Pero el trayecto a hacer por el río era corto. En seguida entraría en el Martínez o, aún antes, en el Mosquito. Su chata era bien marina y merecía su confianza. Sólo tenía una duda: si le “daba” la maquina, un motor Diese, de dos cilindros y 25 caballos. Por lo demás, agua no faltaría.

Ramón Salazar, remando con dificultad entre el viento y la lluvia, llegó hasta el albordón, donde estaban sus vacas. El campo aparecía totalmente cubierto, quedando afuera sólo la punta de los pajonales y las lejanas arboledas. Con la cabeza gacha y el agua hasta las verijas, los animales lo recibieron con lastimeros mugidos que demostraban toda su inquietud.

La “Siempre Francisco” salió de la boca del Ñancay y puso proa al sudeste. El Uruguay era un mar embravecido. Y el oleaje, corto y escarpado, hacía cabecear a la chata levantando grandes columnas de agua que resbalaban sobre la lona volviendo al río.

Atando su canoa en las ramas de un pequeño espinillo, que crecía cerca del corral, con el fin de aguantarla de la correntada, Salazar se quedó mirando impotente, bajo la lluvia, como el agua continuaba subiendo como una amenaza temible y ensombrecedora.

Después de marchar un tiempo entre el silbido del viento y el azote de la lluvia, con el corazón que le latía con fuerza dentro del pecho, Matías Chaparro siguió avanzando, manteniéndose sobre la canaleta de la costa, mientras la proa de la chata levantaba al aire verdaderos penachos de agua que las rachas desmenuzaban en seguida, diseminándolos violentamente sobre la superficie encrespada del río.

Nada podía hacer ya por sus animales como no fuera contemplar, empapado y azotada su cara por la lluvia, cómo el agua, cada veza más, los iba cubriendo, en tanto que el toro bufaba y las vacas redoblaban sus interminables mugidos.

¡Podría aguantase hasta el Mosquito? La “Siempre Francisco” avanzaba, cabeceando, a su marcha máxima, con el timón doblado totalmente a la derecha, luchando contra la presión del temporal que tendía a empujarla implacable hacia la extensa y procelosa playada de la orilla.

Hasta que, de pronto, el toro, que ya casi flotaba, se levantó sobre sus patas traseras y, embistiendo los palos de sauce, destrozó el corral lanzándose decididamente al agua.

Pero llegó un momento en que Chaparro creyó comprender que la máquina no le respondía y, cada vez con mayor inquietud, atendía la marcha de la chata, fija su mirada en la costa que, quizás a causa de su propio temor, a cada instante le parecía más próxima.

En cuanto el Toro se lanzó al agua, Ramón Salazar contempló con asombro cómo el animal nadaba hacia él y, cuando estuvo cerca, con las patas delanteras trató de treparse a la canoa.

Y bien pronto, al asentarse el casco de la chata en el intervalo de dos olas, Chaparro sintió un golpe que lo hizo palidecer.

Ramón Salazar, levantando en alto un remo, descargó un golpe sobre la cabeza del toro, que ya estaba a punto de hacerle zozobrar la canoa, y siguió golpeando hasta que el animal se hundió arrastrado por la corriente.

Matías Chaparro sintió otro golpe, más fuete aún, golpe de la quilla contra el fondo. Y, desde ese instante, cada ola que levantaba a la chata, la dejaba caer, luego, con más fuerza, contra el duro lecho arenoso del río.

Tan pronto como el toro desapareció hacia el campo, Salazar vio ahora, sobrecogido, cómo, por el boquete abierto por aquél las vacas y los novillos se iban lanzando en tropel hacia la canoa, nadando entre resoplidos y con un terrible espanto reflejado en los ojos.

A medida que menudeaban los golpes, intensificados por el peso de la carga, Chaparro comprendió que había perdido el control de la chata, y fue en ese momento que otro golpe, más fuerte aun, seguido de un siniestro crujido, pareció destrozar a la “Siempre Francisco”, que, no obstante, volvió a salir a flote con dificultad.

Los animales, ya en el agua, pujaban tratando de treparse unos sobre otros y, los que hacían punta, levantaban las patas en un intento desesperado de subir a la canoa.

El agua empezó a inundar la bodega y la chata, un poco escorada, volvía a caer, golpe tras golpe, a cada ola, para levantarse, luego, cada vez con mayor lentitud. Hasta que el motor se detuvo.

Entonces, Salazar, tomando el remo por el lado de la pala, comenzó a repartir golpes, mecánicamente, desesperadamente, como quien sabe que de su esfuerzo, sin ninguna vacilación, depende su propia vida.

El casco, en una interminable secesión de golpes, se fue asentando sobre el fondo, en tanto que la silbante marejada pasaba sobre la carga de espinillo, batiendo la lona desgarrada que se sacudía al viento locamente, dando bárbaros chasquidos.

Agotado y a punto de desfallecer, Salazar siguió repartiendo golpes, cuyo eco resonaba entre el resoplar angustioso de los animales que, uno a uno, iban desapareciendo desvanecidos, arrastrados campo adentro por las aguas.

Apoyada ya sobre el lecho del río y cubierta por la marejada, la chata quedó, al fin, tumbada e inmóvil, mientras Sabino, sin alcanzar a utilizar el chinchorro de remolque, que había zozobrado junto a la popa, se sintió arrastrado por el oleaje y, al rato, casi sin aliento, pudo llegar hasta la costa, que no estaba lejos, tiritando entre el batir intensísimo de las aguas desbordadas.

Y cuando, después de un intento que jamás pudo calcular, siempre entre la lluvia y el viento, Salazar se tiró al fondo de la canoa, ya medio anegada, ahí se quedó exhausto, jadeante, sin comprender aún con certeza lo que había pasado.

Todo el día, negramente encapotado, siguió lloviendo y soplando viento del sudeste. Por la tarde, con lluvia intermitente, aun arreció el temporal. El viento se hizo huracanado, con violentas rachas que parecía querer levantar los techos y arrojaban granizadas de lluvia contra las ventanas y sacudían las puertas. Llegaba claramente el ulular de lo chiflones en el monte. Las copas de los sauces se doblaban casi hasta el suelo y sus gajos golpeaban los vidrios. El arroyo aún seguía creciendo vertiginosamente. Impulsado por la sudestada, el Río de la Plata retrocedía desbordando sobre las islas. Los camalotes, deshechos, pasaban como chicotazo. Y el agua subía y subía a medida que el viento continuaba.

Así pasó todo ese día y aun el siguiente. Hasta que, al oscurecer de éste, por fin cesó la lluvia. ¡Qué sensación de placidez cuando no se sintió más su golpea contra el techo! Pero el viento no cedía.

Recién, casi a las 72 horas, poco a poco, el viento comenzó a calmar. No obstante la corriente del arroyo continuaba vertiginosamente hacia arriba.

A media noche, a pesar de algunas ráfagas ocasionales, el desborde del arroyo era ya bastante tranquilo, aunque el agua mantenía su alto nivel sobre el albardón y los camalotes continuaban pasando hacia arriba.

Al otro día, ya sin viento, era evidente que el agua, después de llegar a su nivel máximo, algo había descendido. Quedaba la señal, en los troncos de los árboles, del límite que habían alcanzado. Pero la corriente se mantenía estacionaria.

Más tarde comenzó su marcha descendente. Los camalotes volvían a pasar hora, pero hacia abajo. Y esa marcha adquirió velocidad tendiendo a que el arroyo llegara, en uno o dos días, a su nivel más menos habitual, nivel que nunca es permanente ni preciso.

Mataojo, después de achicarla con una lata, desamarró su canoa, que se llamaba “El murciélago”, y salió remando, de pie, despacio, hacia adelante. Pasó frente al matadero, junto al almacén, con su gran corral de troncos de sauce, de los que colgaban algunos cueros de oveja empapados por la lluvia. Después cruzó al lado del cementerio: cuatro o cinco tumbas visibles, dos con bordes de material, una con cerco de hierro y varias cruces de palo sin ningún nombre. Siguió por el Santos Grande abajo y, luego, por el Ñancay.

Al entrar al Uruguay el gigante estaba tranquilo. Su inmensidad resplandecía iluminada por un sol espléndido y el paisaje se mostraba como regocijado por el fin del temporal.

La costa de las islas blanqueaba con los árboles quebrados. A la distancia se alcanzaba a ver, muy lejana, las barrancas de la costa oriental. Y arriba, sobre el cielo celeste, una enorme bandada de cuervillos, formados en una inmensa V, se internaban sobre el río, cruzando rumbo a la otra orilla, ignorante totalmente de las tragedias y de las fronteras de los hombres.

Liborio Justo (Buenos Aires, 1902 – 2003) fue un escritor y teórico político argentino. También era conocido con los pseudónimos de Quebracho y Lobodón Garra.

FUENTE:
https://revistacarapachay.com/2015/10/01/rio-abajo-por-lodobon-garra/

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