martes, 28 de junio de 2016

CUENTOS DE LOBODÓN GARRA - REVISTA CARAPACHAY

Nutrieros. 

Era tarde ya de un día de invierno cuando, por la estrecha senda que bajaban las dos costas del arroyo, cubiertas de monte blanco, Baltasar Acosta, más conocido con el nombre de Yarará, iba avanzando lentamente en su canoa sin más ruido que el golpe pausado de los remos, que se hundían rompiendo la tranquila serenidad del agua barrosa, la cual, cada vez que aquellos se levantaban, se deslizaba por los extremos volviendo el cauce en hilitos que, al caer sobre la superficie, resonaban en la profundidad del silencio. De un lado y otro, desde ambas orillas, una capa de camalotes, marchitos y casi secos por las última heladas, se extendían como una espesa red de tentáculos que quisieran ir estrechando más y más el camino. Que no podían conseguirlo era una prueba el hecho de que la canoa avanzara. Pero fácilmente se podía advertir que pronto, muy pronto, el camalotal triunfaría cerrando el paso, el único paso, que permitía llegar hasta las entrañas mismas de aquellas desamparadas soledades.

Sobre la canoa, de pie, con una pierna extendida al frente, Baltasar Acosta iba avanzando inclinándose hacia adelante a cada impulso de los remos. Llevaba un chambergo negro que cubría las greñas de pelo lacio renegrido que le caían sobre la cara, morena y aindiada, casi hasta unirse con sus bigotes, también largos y oscuros. Una camisa sucia cubría su torso sobre el que tenía echado un grasiento saco negro para resguardarse, más que del frío, ya que era un día casi templado y húmedo, de la finísima llovizna que caía intermitente y molesta depositándose en su ropa como minúsculas gotitas de rocío. Sus pantalones roídos los ajustaba con un cinto angosto, el que también le servía para sostener, en sus riñones, un gran cuchillo envainado, cuyo cabo sobresalía hasta hacerle un característico bulto bajo la tela del saco. A sus pantorrilla llevaba, bien ceñidas, dos polainas de arpillera atadas con piolines y sus pies calzaban los clásicos “tamangos” del cazador isleño, fabricados con un trozo de cuero ajustado al empeine con tientos. Como único adorno una tabaquera de piel de comadreja, con el pelo para afuera, colgaba de su cintura. Tenía la vista tendida al frente atisbando el camino que seguía, calculando, por los recodos del arroyo, el exacto lugar donde se hallaba. Y su mirada torva y sombría, de hombre como de cuarenta y cinco años, parecía salir debajo del ala de su sombrero con una fuerza tan temible, como las bocas de la escopeta de dos caños que llevaba.

A medida que avanzaba, sintiendo a su lado la caída de alguna tortuga trepada en un tronco, o viendo pasar velozmente a ras del agua uno que otro colorido Martín pescador, el borde de los camalotes iba cada vez más molestando su marcha hasta que, por fin, tuvo que abandonar un remos y, sentándose a popa, avanzar con el otro a pala, esquivando los flecos del canutillo que se extendía ya casi de orilla a orilla, adherido a los raigones de los árboles caídos en el lecho del arroyo y que, de tanto en tanto, afloraban surgiendo sobre la superficie como negros brazos carcomidos levantados para imponer un alto a los intrusos.

Muy poco más allá ya le fue imposible seguir marchando. El tupido manto de camalotes tapaba totalmente todo lo ancho del cauce, y Acosta, después de emitir un gruñido que compendiaba una blasfemia, ya que había esperado encontrar el arroyo más limpio, no tuvo más remedio que, empujando con los remos sobre la superficie del camalotal, que se hundía con la maniobra, acercar dificultosamente la canoa a la orilla donde la espadaña y las cardas se erguían como una barrera al borde del monte blanco. Apenas pudo pisar la tierra empapada y resbaladiza, propia de la humedad de las islas, acentuada por la llovizna, se abrió paso entre la maciega y amarró la soga de su canoa a un tronco de laurel, mientras metros más adelante una hermosa garza blanca levantaba su vuelo pausado y huía hacia el fondo del arroyo. Después, volviendo a la canoa, retiró de allí las trampas, la linterna, el arma y las provisiones que constituían todo su equipaje, cargando lo que pudo sobre su hombro y sosteniendo el resto con la mano izquierda, mientras con la derecha se iba abriendo paso entre el matorral, empapándose con el contacto de la hojas mojadas y los goterones que caían de los árboles.

A lo largo de su marcha, sobre el filo del albardón, iban desfilando todos los hermosos ejemplares del monte blanco, el monte primitivo de las islas. Grandes canelones de troncos gruesos enhiestos; laureles enormes sobre cuyas ramas se agarraban los isipós y las zarzas entretejiendo sus tallos como sogas colgando de los mástiles; curupíes de tronco blanquecino cubierto de musgo; amarillos deshojados por el invierno de los que pendían viejos nidos de boyero; grandes sauces colorados; mataojos donde sujetaban su raíz la flor de patito, la orquídea de las islas; naranjos agrios con todas sus hojas verdes; hermosas palmeras pindós que levantaban sus penachos arriba, sobre la copa de los arrayanes; agarrapalos gigantescos abrazando el tronco de los grandes ceibos en un hueco de los cuales nacieron para estrangularlos luego con el abrazo mortal de sus raigones; matas de caña brava lanzando sus varas tumbadas hacia todos los rumbos; helechos y begonias que se extendían, en parte, como una sábana verde. Por entre los árboles multitud de pájaros de todas clases y colores: zorzales, carpinteros, chiriries, picapalos, boyeros, palomas, monteras, cardenales. Todo el esplendor casi tropical de la naturaleza, que el Paraná y el Uruguay han arrastrado, río abajo, con sus aguas desde el Norte lejano, se mostraban allí con su salvaje lujuria. Pero impregnado de un hálito de tristeza, la tristeza profunda y tenebrosa que caracteriza el paisaje primitivo y solitario de las islas.

De tanto en tanto seguía sendas que señalaban el frecuente paso de los ciervos, así como cruzaba los lamparones de paja aplastados en lo que, en seguida, adivinaba las “camadas” de los carpinchos.

Así marchó una regular distancia, agachándose casi hasta el suelo para evitar las ramas de los árboles y enganchándose en la zarzaparrilla y en los matorrales. Hasta que llegó a donde se proponía: una ranchada que apenas se conservaba en pie, la que él mismo había construido algún tiempo atrás para hacerse un refugio cuando salía a “nutriar” por allí, y que por los rastros que encontraba, latas y restos de fogones, también era utilizada en sus ausencia por otros cazadores.

Entre la espesura del carrizal, el techo de paja de la ranchada apenas sobresalía sostenido por cuatro palos de amarillo atados con corteza de ibirá. Tenía tres paredes de paja quinchada con grandes boquetes, quedando abierta la parte que daba al arroyo, cubierto de camalotes, allí donde el tupido ceibal se extendía por doquier, destacando las negras ramas de los árboles sin hojas, como una procesión de espectros descarnados retorciéndose en las contorsiones del averno.

Como anochecía, colocó sus cosas sobre un catre de varas de palo de leche cubierto con un colchón de paja y, con un poco de ésta y una tijera que arrancó del techo –única leña seca de que disponía- hizo un fuego para secarse y también para prepararse un mate, llenando su pava con agua del arroyo, mientras los mosquitos zumbaban a su alrededor. Y allí, ya oscurecido, estaba ahora Baltasar Acosta contemplando silencioso el fuego, bajo la cortina espesa del monte blanco, del que llegaba el murmullo del viento y el grito de algún pájaro nocturno como el solo eco de ese mundo salvaje y sombrío del que se consideraba el único dueño.

Al día siguiente, en que amaneció densamente nublado y frío, aunque no lluvioso, ya estaba de pie preparando sus trampas mientras otra vez el fuego, su viejo compañero, calentaba alegremente la pava para el mate, que tomó con galleta. En seguida comenzó a colocarse los “mangos”, cubriéndose las manos con arpilleras en la misma forma que tenía cubiertas las pantorrillas, con el fin de evitar el tajo de las filosas hojas de la cortadera. Cuando hubo concluido, cargo las trampas y, dejando atrás la ranchada, avanzó entre el carrizal hacia los inmensos esteros del interior de las islas como espíritu viviente de aquel paisaje silvestre y bravío. Matorrales de chilca, carqueja, algodonillo y naranjillo, empapados por la llovizna del día anterior, le cerraban el camino y debía ir apartándolos con los brazos, protegiéndose la cara para poder avanzar, pasando entre matas de plumachos y paja colorada, tropezando con los troncos de ceibo caídos y medio deshechos en el suelo y enredándose en las marañas del catay que le sujetaban los pies haciéndolo trastabillar con su carga. Aún antes de terminar el ceibal, cargado de suelda con suelda, claveles del aire y helecho fino, sumergido ya entre la cortadera, sus “tamangos” se fueron hundiendo cada vez más en el barro fofo del estero, bajo una capa de agua que le llegaba hasta más arriba de las pantorrillas, haciendo su marcha lenta y trabajosa.

Con el fin de orientarse y con alguna dificultad, se trepó al tronco de los últimos ceibos que tenía por delante y a su vista apareció, sin ningún límite, el inmenso mar de la maciega como una imponente pampa de pajonal desierto y uniforme, ya amarillando por los fríos del invierno, que se extendía hasta el fondo del horizonte, hacia el Uruguay, apenas cortado en toda su extensión hacia el Sur, por la breve faja del monte blanco de una horqueta que iba a salir al Bravo.

Baltasar Acosta descendió y reinició su marcha abriéndose camino entre el pajonal de cortaderas, alto hasta más de dos metros, que sus brazos iban apartando para permitirle avanzar, dejándose caer hacia adelante sobre él para abrir brecha, y levantando un crujido de hojas secas que iba delatando su paso. Otros pájaros, distintos de los del monte, huían asustados de entre las pajas para posarse en algún sarandí o rama negra, mientras desde la vara de los juncos o las flores de totora, donde columpiaban su hermoso capuchón rojo, llegaba el fúnebre grito de los federales.

A medida que avanzaba, entre verdaderas murallas amarillentas, que le cerraban la visual del horizonte a centímetros de sus ojos, Acosta iba mirando atentamente hacia el suelo tratando de descubrir, al pasar, algún rastro de nutrias. De tanto en tanto un tallo de totora comido o una senda delataban la presencia de los animales, permitiéndole colocar sobre esas sendas las trampas con los resortes bien tensos, a uno de cuyos costados pendía una cadena con un alambre doblado enganchado que hacía de ancla, para impedir la huída del que cayera.

Así anduvo casi toda la mañana dejando tras de sí un rastro de paja tumbada, jalonado con grandes nudos hechos con las hojas de la cortadera para señalar el lugar en que había quedado las trampas. Hasta que, al fin, más raído de lo que había salido y mostrando en su cara la huella bien evidente de los tajos y rasguños de la maciega, volvió a su punto de partida sintiendo resonar en sus oídos el chirrido de los grillos del estero que, en su monótono sincronismo, solemnizan la soledad y traen malos presentimientos.

Al día siguiente, Baltasar Acosta volvió a salir haciendo el mismo trayecto que el día anterior, con el objeto de recorrer sus trampas. Y la operación se repitió una y otra vez cuando, después de un plazo prudencial, continuaban vacías. La caza no era muy abundante. Una que otra nutria caía, que él mataba y desventraba en el mismo “peleadero” que había hecho el animal, y, luego, metía en la “maleta”, una bolsa de arpillera con un agujero en el medio, por donde pasaba la cabeza, y dos amplias aberturas que le permitían amontonar los animales muertos a modo de mochila sobre el pecho y la espalda, dejándole las manos libres. Y, una vez en su ranchada, procedía a cuerearlos.

Hasta que, una mañana, marchando como de costumbre entre la maciega, halló rastros que no eran de nutrias y que lo hicieron detenerse receloso y pensativo. Había allí huellas, que siguió en varias direcciones, chapoteando entre el agua negra del estero, las que parecían perderse en dirección al Bravo hacia donde, como puntitos, alcanzaba a ver lejanamente algunos cuervos, águilas y caranchos que planeaban en lo alto como quien señorea sobre sus exclusivos dominios.

Y a lo otra tarde, carca de una horqueta que terminaba en un embalsado, por la faja de un falso albardón, su oído atento escuchó claramente el ruido como de algo que se acercaba abriéndose paso entre la maciega. Quedó al acecho. No era difícil emboscarse a tiempo, pero tampoco tenía allí una visual muy amplia. Sin embargo, al acercarse aquel ruido por la senda que él hiciera, en el preciso instante en que era descubierto, Acosta, que ya tenía su arma lista, disparó un balazo que resonó en aquellas soledades, acompañado del golpe de un cuerpo cayendo entre el pajonal. Un momento quedó inmóvil en su posición mientras el eco del estruendo se disipaba y otra vez volvió a reinar el silencio, sólo interrumpido por el murmullo del viento en las puntas de las cortaderas. Después, siempre en guardia, fue avanzando cautamente temiendo una emboscada. Le pareció escuchar un quejido sordo y apenas perceptible. Pero siguió despacio y atento hasta llegar al caído. Por un instante se quedó mirándolo, a la espera de que reaccionara, si que éste se moviera de la posición en que estaba, tumbado con medio cuerpo sumergido bajo el agua y la cabeza oculta tras el bulto de la “maleta” que llevaba. Manchas sanguinolentas aparecían a su alrededor.

Pero, al agacharse para tratar de verle bien la cara no pudo impedir que el herido, desde abajo y con un movimiento que le provocó un profundo jadeo, le abriera el pantalón con un cuchillo, alcanzando a tocarle el vientre, en el que sintió un ligero cosquilleo.

Rápido, de un puntapié en plena frente, Acosta volvió a tumbarlo, y, allí mismo, lo remató de un balazo a quemarropa detrás de la oreja. En seguid, cuando verificó que estaba muerto, le quitó la “maleta” y, sacando los animales que contenía, los fue observando uno a uno casi con indiferencia.

Volvió a meterlos en la misma “maleta”, tinta en sangre del muerto, que se mezclaba con los rastros de sangre de las nutrias recién desventradas. Luego, con esfuerzo, tomó el cadáver de los pies y, sin más testigo que la bóveda del cielo, lo arrastró pesadamente a través del falso albardón hasta que lo hundió en el agua negra, que allí le llegaba hasta la cintura, empujándolo hasta meterlo debajo del embalsado. En aquella inmensidad desierta y triste, sólo quedaban, como rastros del hecho, una huella roja sobre los tallos de las cortaderas y una mancha flotando en el agua del estero.

Luego volvió sobre sus pasos y, recogiendo la “maleta”, se la colocó sobre sí mismo. En seguida, cardando su arma, emprendió el regreso.

Fue entonces que puso atención en algo que, hasta allí, no se había claramente apercibido. Ya dentro del agua había sentido algunas ligeras puntadas en el vientre que fueron haciéndose más agudas sin tener de ello exacta conciencia. También había notado abundante sangre en su pantalón, cayendo por las polainas de arpillera, la que no sospechó que fuera suya. Pero ahora sentía como un chorro caliente deslizándose sobre su muslo y, llevándose la mano al vientre, por el agujero del pantalón, comprendió que estaba herido, y profundamente herido a juzgar por el tajo que descubrió al tacto.

Pero aquello no era nada. Todavía no había llegado su hora y en peores se había visto. No era la primera vez que lo herían ni seguramente la última. Estaba acostumbrado a esos trances y emprendió el regreso calculando cuánto tiempo tardaría en llegar hasta la ranchada.

En su marcha pesada y dificultosa por el estero aún apretó el paso.

Sin embargo, al rato tuvo que detenerse para ajustar la herida bajando el cinto, porque las puntadas se hacían cada vez más frecuentes y dolorosas.

Un trecho más allá se agachó a beber con la palma de la mano un poco de agua del estero, la cual, generalmente, evitaba ingerir, prefiriendo la corriente de los ríos y arroyos. Después se detuvo varias veces para tomar aliento. El trayecto parecía hacerse largo como no lo había sido nunca.

Una y otra vez se detuvo para beber y cobrar fuerzas. El chorro caliente seguía deslizándose por su muslo, llenándolo, ahora, de una siniestra preocupación, mientras el croar sincrónico de las ranas del estero, como un gigantesco motor que no se detenía nunca, golpeaba en sus oídos cual si fuera reviendo mazazos en la cabeza. Cuando ya se acercaba a los límites del ceibal, no pudo más, y, quitándosela de encima, tiró la “maleta” a un costado de la senda. Al rato arrojó también el arma, pensando volver a buscarla al día siguiente. Aquellas paredes de paja medio seca y amarillenta lo ahogaban, lo ahogaban a él que había pasado buena parte de su vida entre ellas. Ansiaba llegar a la costa cuanto antes, salir de esa prisión crujiente y que parecía querer sepultarlo en su seno. Las espinas de rama negra y naranjillo habían dejado nuevas huellas en su rostro. Sus pantalones, raídos, y empapados, venían llenos de barro hediondo y de yuyo lambedor. Y la camisa, también destrozada, tinta con la sangre del muerto, con la de los animales que éste había cazado y con la suya propia, completaban aquel cuadro de sangre, sangre por doquier, que fue hasta hace poco la ley de la maciega y ya ha quedado acorralada en sus últimos confines.

Pálido y tambaleante, sintiendo que la vida se le iba en cada paso, llegó por fin a la ranchada y, acercándose a la orilla, arrancó una hoja de lampasa hincándose para beber con ella ávidamente. Luego retornó a su refugio y, desprendiéndose el pantalón, trató de examinar la herida, de la que seguía manando sangre y en la que sentía una profundísima puntada que, arrancando del vientre, parecía subirle por la columna vertebral hasta hundirse como una daga en su cerebro. Se lavó prolijamente y el contacto con el agua fría pareció hacerle bien porque, en seguida y por un momento, se sintió aliviado.

Como anochecía, se empeñó en encender fuego. Logrólo al fin con verdadero esfuerzo. Pero, no bien hubo terminado la operación, profundos dolores lo obligaron a tirarse en el catre, de espaldas, quedando allí extendido e inmóvil.

Y, al rato, desde abajo del lecho y al golpear sobre una de las latas vacías tiradas por el suelo, comenzó a llegar el sonido metálico y acompasado de las gotas de sangre que caían.

Tac…

Tac…

Tac…

Mientras tanto la lumbre seguía encendida extendiendo una lánguida pantalla de luz hacia las tinieblas del monte y recortando, sobre la pared de paja, las líneas del lecho y la sombra del hombre, cuyo perfil se acentuaba. Hasta que, por fin, comenzó a apagarse. De lejos llegaba el chillido del ñacurutú, el maullido de algún gato montés y el impresionante silencio de la soledad salvaje.

En medio de ese silencio y de la oscuridad nocturna las gotas de sangre, en su fluir intermitente y espeso, seguían su fúnebre y monótono golpeteo.

Tac…

Tac…

Tac…

Lo siguieron toda la noche, la larga noche de invierno, haciéndose más y más distanciadas.

Hasta que, por fin al amanecer, cesaron…

Con los primeros albores, en la ranchada, la quietud era ya serena, mientras el monte se llenaba de gritos de zorzales y chiviros. Y a la distancia, sobre el fondo blanquecino de la aurora, bandadas de patos pasaban volando rápidamente hacia el horizonte.

FUENTE:
https://revistacarapachay.com/2015/10/01/rio-abajo-por-lodobon-garra/

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