martes, 28 de junio de 2016

VIDA Y OBRA DE LIBORIO JUSTO

JUSTO, EL OTRO

Liborio Justo fue reuniendo a lo largo de su larga vida sobradas razones para convertirse en un mito. Hijo del general Justo, gritó “¡Muera el imperialismo!” en las narices del mismísimo Roosevelt. Militó en la izquierda y viajó varias veces por el mundo. Y además vivió 101 años. La tierra maldita, que acaba de publicarse, recoge su experiencia de joven aventurero en la Patagonia, la zona antártica y Malvinas y fue un gran éxito en los años ’30. Pero, además, conserva intacta su inusitada calidad literaria y brilla aún como una rareza de la literatura argentina.

Por Claudio Zeiger

Hay veces que la pregunta se abre camino: ¿existió una genuina literatura de aventuras en Argentina? Exploradores o científicos flemáticos, displicentes y caballerescos –esos caballeros de la civilización en medio de la barbarie– como los de Verne o Rider Haggard. Seres que buscan descubrir nuevas tierras, vivir experiencias por afuera de su hábitat citadino y cosmopolita. Aventuras de mar y tierra. Obviamente, pudo haber y hubo aventuras trasladadas de otras aventuras literarias y tamizadas por la propia experiencia, como en el caso paradigmático de Horacio Quiroga, cuentista genial y aventurero vital, pero que probablemente no se consideraría a sí mismo ni como un aventurero ni como un escritor de aventuras. Hay que aceptar que el género de aventuras expresó esencialmente el imaginario imperial, las ansias de conquista, tanto materiales como espirituales, de los civilizadores europeos y norteamericanos. Por eso, orientados por ese lado, poco y nada de literatura de aventuras puede rastrearse en la Argentina (geografía, más bien, de conquistadores, viajeros y exploradores). Pero el escritor- aventurero aun así fue posible. Un tipo de escritor que viajó para salirse de sí, de su mundo y quizá de su condición.

El caso de Liborio Justo, se sabe, roza la leyenda: el hijo del general Agustín P. Justo, presidente entre 1932-1938, que rompió con la tradición familiar y militó en la izquierda de los años ‘30 y ‘40; el hombre que vivió un siglo (1902-2003); el hombre que se dedicó a forestar unas islas profundas del Delta; el escritor revisionista de una obra histórica y sociológica nacional, sobre todo, Pampas y lanzas. Y detrás suyo también se filtró la leyenda de una tierra: la Patagonia como “tierra maldita”, tal la lapidaria afirmación de Darwin. Y entrelazadas con ambas leyendas, el mito del escritor aventurero que viajó y vivió las aventuras y luego las escribió de corrido, entre el humo y el ruido. Según escribió el propio Liborio Justo para la edición de La tierra maldita de 1933: “Estos relatos, que por muchos años el escritor sintió necesidad de escribir y luchó por no hacerlo, fueron escritos, nueve en los últimos quince días de abril y principios de mayo de 1932, y los tres restantes a fines de agosto del mismo año, principalmente en distintas bodegas y cafés del Puerto y de la calle 25 de Mayo de Buenos Aires”.


La precisión de los datos buscan el impacto y el colorido. Escritura febril y rápida, quizá descuidada, algo distraído mirando las escenas que uno puede situar en los bajos de Buenos Aires de esos años, rememorando los sucesivos viajes por los mares del sur, la Tierra del Fuego, las Malvinas, la región antártica, toda la aspereza del viento y el mar en la cara, el pasaje sin tránsito típico de Moby Dick: de perseguir la ballena blanca a echarse en la litera para leer a Platón en los ratos libres. Liborio Justo realizó entre 1925 y 1932 varios viajes por las zonas más australes del Pacífico y el Atlántico viendo de cerca la materia y los personajes de su libro.

Ese pasaje de vivir a contar es el justo y necesario para que nazca el mito del escritor aventurero. El impacto de La tierra maldita de Liborio Justo no pasó inadvertido en su momento. Fue un éxito literario arrollador, una revelación. Alguien mostraba otro mundo después de una incursión que tenía un plus de encanto, algo de gratuito, de apuesta existencial. Alguien volvía para pasarse unas semanas vagando y divagando por bodegones y cafetines y en pocas semanas, arrojaba las prendas de su experiencia sobre la mesa de la literatura prolijita y decorosa que por esos años criticaba el mismísimo Arlt. Un verdadero salvaje. Un auténtico escritor. Un aventurero que podía contarlo.

Pero no fue un espejismo el de quienes sintieron la sacudida de los cuentos de Lobodón Garra (seudónimo que utilizó Liborio Justo para la ocasión). El sacudón aún persiste. En un cálido prólogo de esta edición, Osvaldo Bayer confiesa: “Cuando terminé de leer La tierra maldita me pregunté con reproche:‘¿pero cómo, recién hoy, a los 83 años, he leído esta verdadera joya de la literatura argentina?’”. La expresión, “joya literaria”, le cabe al libro, podría ser la de un diamante en bruto, un diamante negro y legendario del que también se habla en uno de los cuentos.

La construcción del escritor aventurero que el autor redondeó en la nota introductoria, cede lugar a la fascinación desde las primeras páginas, porque los sucesivos cuentos que componen el volumen van tramando la “experiencia” de la tierra maldita con un trabajo literario artesanal y preciso que les confieren a las historias una gran modernidad (y que, dicho sea de paso, contradice bastante la figura del escritor que escribe al calor del recuerdo en los bodegones), especialmente en la plasticidad de las descripciones de paisajes tan duros y aparentemente monótonos, pero donde el ojo observador logra captar una variedad insospechada. Y los personajes: una vertiginosa ronda de hombres (“Patagonia –parece que decía– ¡tierra maldita!, ¡tierra de los hombres machazos y de las almas libres!”) que apenas rozados por los dedos de la aventura y el anonimato, protagonizan historias medulares, definitorias. Todos se juegan el destino en una jornada, en un viaje sin final, en una inmersión profunda en la tragicidad de la naturaleza. Hay cuentos de naufragios, de monstruos antediluvianos, de presos sublevados, de colonos, inmigrantes y refugiados; hay historias de indios sobrevivientes y alguna historia de la Primera Guerra Mundial. Todos son excelentes.

La vida llevaría a Liborio Justo por diversos caminos que lo apartaron de ese volumen de cuentos de La tierra maldita, pero no se le puede negar que los escribió de una vez y para siempre, con el pulso firme de la despedida y el filo de la memoria preciso y luminoso.

La lectura de La tierra maldita tiene muy poco de pintoresco y nostálgico. Sus historias, sus personajes, su estilo y su calidad son una auténtica celebración de la literatura, y de la aventura en su versión más noble: una supervivencia donde la muerte roza al hombre y la vida roza el mito.

FUENTE:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4119-2011-01-02.html

TEXTO DESCRIPTIVO Y EPISTOLAR (EL TEMPE ARGENTINO)

EL TEMPE ARGENTINO, DE MARCOS SASTRE
CAPITULO XIII 
EL CARPINCHO, EL QUIYÁ, EL APEREÁ, EL CIERVO 

De los abundantes recursos con que nos brindan las islas del Paraná, para el sustento del hombre, prefieren los isleños dos cuadrúpedos semi-anfibios, de carne sabrosa y sana: el carpincho o capibara, y el quiyá, impropiamente llamado nutria; ambos pertenecen al orden de los roedores. No es pues el carpincho un chancho como muchos se han creído: lo único en que se le asemeja es en la abundancia de su tocino y en el sabor de su carne, lo grueso de su cuerpo y en lo cerdoso de su pelo que es pardo y tiene debajo otro más corto y fino. Nunca llega a ser tan grande como el cerdo, pues el mayor carpincho no tiene más de cinco palmos de largo; su cabeza es muy corta, parecida a la del conejo, con el hocico mucho más romo, las orejas muy pequeñas, redondas y sin pelo; la boca chica con dos dientes incisivos en cada mandíbula; largos y corvos; carece de colmillos y de cola; las piernas son cortas, y más las de adelante que tienen cuatro dedos provistos de uñas anchas y obtusas ; las de atrás solo tiene tres dedos. Difieren del puerco, tanto por su forma como por su índole y costumbre. El carpincho es el animal más corpulento entre los roedores. Anda mucho en el agua, donde nada y zabulle, sacando con frecuencia la cabeza para respirar, no camina comúnmente sino de noche, sin alejarse de la orilla de agua, porque, corriendo mal, a causa de su excesiva crasitud y de sus cortas piernas, no halla su salvación sino precipitándose en el río cuando se ve perseguido. Dos criados en mi casa, no comen sino vegetales, y no se sirven de sus pies para asegurar la comida. Estos dos carpinchos, con otros más, fueron extraídos del vientre de una carpincha cazada en mi isla. Una de mis hijas los ha criado con leche de vaca, y le han cobrado tal afecto, que la siguen y acuden a su voz. Son de índole mansa y tranquila; ni aun en el estado salvaje acometen nunca a los hombres ni a los perros; no hacen amistad ni riñen con los demás animales. No dudo que la raza pueda fácilmente reducirse a la domesticidad; lo que sería una adquisición útil, por lo apetitoso de su carne y su mucho lardo; por su fecundidad, pues se asegura que dan hasta ocho hijos en cada parto; y por la baratura de su alimento, como que son animales herbívoros. Los que tenemos en casa se han aquerenciado tanto, que a pesar de vivir en entera libertad y en el campo, todos los días, después de satisfacer su necesidad de comer y bañarse, vuelven a reposar y tomar el sol en el patio, y cuando se les deja afuera de noche, bregan por entrar arañando las puertas. Gustan de que los alaguen; se dan con todo el mundo, y no se irritan aunque los maltratan. Los carpinchos pueden clasificarse entre los paquidermos, por lo grueso y fuerte de su cuero; curtido, es de mucha duración, y se le emplea en calzado y otros usos; pero los isleños poco se aprovechan de la piel, porque generalmente destinan el carpincho para su mesa, preparándolo de aquel modo peculiar a nuestro país, que da a las carnes una ternera, un olor y un sabor tan especiales: el asado con cuero. Págs. 268-273.- 

APÉNDICE IV DOMESTICIDAD DEL CARPINCHO 

Desde la segunda edición del Tempe Argentino está en mi poder una interesante descripción de las habitudes de un carpincho domesticado por el canónigo D. José Sevilla Vázquez, en su antiguo curato de Bella Vista, en la provincia de Corrientes. No habiéndola podido publicar en las sucesivas ediciones de mi libro, a causa de su mucha extensión, me he resuelto a darla hoy en extracto: 

Zárate, Diciembre 1º de 1860. 
“Señor D. Marcos Sastre:

                                  “Siendo suscriptor a la Biblioteca Americana del Dr. D. A. Magariños Cervantes, leí con mucho interés el Tempe Argentino de D. Marcos Sastre, que tanto ha llamado la atención de los amantes de la literatura, y hoy he vuelto a leer con igual gusto la segunda edición, en que encuentro nuevas páginas, llenas de instrucción de elocuencia y de verdad; pero lo que más ha llenado de gozo mi alma, lo que más la ha elevado a su altura son los Consejos de oro sobre la educación. Quiera el que todo lo puede que todos lean, estudien, aprendan y practiquen cuanto de noble, santo y bello Vd. ha proporcionado a las madres y a los preceptores. Dios quiera que las madres de los Argentinos pongan en acción los preceptos que Vd. establece para bien y provecho de ellas, de sus hijos y de la sociedad en general. Que los preceptores, verdaderos sacerdotes de la inteligencia, cumplan y observen los Consejos de oro, entonces, no hay que dudarlo, merecerán bien de la patria. La sociedad les agradecerá como agradecer y respetar deben todos a su autor. “La descripción del delta del Paraná y Uruguay, me trajo a la memoria un dicho de Mr. Bompland. En 1842 me hallaba en el pueblo de San Borjas, uno de los siete de Misiones, donde Mr. Bompland poseía una quinta, jardín botánico que él cultivaba por sus propias manos. Ponderando un día lo benigno del clima de las Misiones, lo productivo de su suelo, y sus exquisitas y abundantísimas frutas, añadió dirigiéndose a mí en tono festivo: “Sr. Cura, cuando Moisés prometió a los Israelitas conducirlos a la tierra de promisión, no la conocía ni sabía en qué parte del globo estaba esa tierra; pues si así no hubiera sido, habría marchado con su pueblo, sin descanso, hasta llegar a esta verdadera tierra de promisión, donde nos hallamos”. "Entre los objetos de la historia natural que Vd. describe, ha atraído particularmente mi atención la capibara o carpincho; por haber tenido la oportunidad de observarlo muy de cerca y por mucho tiempo. “En el año 1843, siendo cura de Bella Vista, compré por un real plata un carpincho mamoncito que, a juzgar por su pequeñez, tendría quince o veinte días. Principié a alimentarlo con leche de vaca. A los cinco meses estaba muy crecido, me seguía por todas partes, me acompañaba en mis paseos al rededor del pueblo, y aun en las visitas que hacía a mis feligreses. Cuando en el tránsito encontraba verde y fresca gramilla, solía quedarse saboreando su alimento natural; mas al reparar que yo me había alejado algunas cuadras, levantaba la cabeza, hacía una o más gambetas, acompañándolas con un resoplido, cual si estuviese en el agua, y a grandes saltos llegaba y se rozaba dando vueltas sobre mis pies, de tal modo que me privaba seguir caminando. Estas gambetas, vueltas y revueltas, cesaban cuando yo, acariciándolo, le decía en alta voz: Basta. Si por mi orden, alguno de mis sirvientes le impedía salir conmigo, el carpincho obedecía y quedaba cabizbajo, espiando la ocasión oportuna para la fuga. Rara era la vez que dejaba de conseguirlo, y entonces se presentaba en las casas donde otras veces él me había acompañado. "Todos mis feligreses, hasta los niños de la escuela, querían al carpincho; unos le daban pan, otros chipa (torta de maíz), quien dulce; y rara vez despreciaba el convite. Jamás siguió a otra persona más que a mí y a una sirvienta de color que cuidaba de su alimento. “También me acompañaba al baño, llevando sobre el lomo la ropa, sujeta por una cincha. Llegábamos al puerto, mas el carpincho no se movía de la orilla, hasta tanto que le aliviaba de su carga y entraba yo en el río. Entonces se arrojaba con estrépito y continuos resoplidos. Era cosa digna de notarse, que cuando yo zambullía, me esperaba en el mismo lugar donde yo salía, y nadando a mi lado regresaba a la orilla. “Vd. sabe que no hay, y añadiré, ni puede haber un Correntino que no sea un gran nadador. Las bellas y generosas Correntinas también hacen de ello alarde y tanto, que he visto a muchas hijas de Goya, de Bella Vista, y de la Capital, vadear el río Paraná y regresar casi sin descansar en la orilla opuesta que pertenece al Chaco. Todos a la vez invitaban al carpincho, lo acariciaban y aún lo obligaban a nadar con ellos: pero jamás lo hizo, permaneciendo siempre a mi lado y nadando al rededor. Quedaba en el río mientras yo me vestía; mas viendo que doblaba la sábana, salía a recibir su pequeña carga, marchaba adelante y me esperaba en la puerta de mi habitación, tendido de largo a largo. Ya la sirvienta le había quitado la ropa y entonces recibía un chipá que devoraba en dos minutos. “En un viaje que hice a la ciudad de Corrientes, me embarqué con el carpincho y lo hacía dormir en la cámara. Al segundo día de navegación, el viento contrario nos obligó a tomar puerto, y luego el patacho estuvo asegurado con un cable a un corpulento sauce, rozando su costado con la barranca, un poco más baja que el casco del buque. Salto yo sin plancha a tierra, siguiéndome el carpincho, que muy luego desaparece entre el follaje. Dos largas horas habían transcurrido; el sol se aproximaba al ocaso, y mi carpincho no volvía. Poco después un marinero, que desde lo más alto del palo mayor observaba la costa, me grita: “El carpincho se ha reunido una piara de carpinchos”. Regreso en el acto al buque, subo a la cofa o cruz del palo mayor y le llamo a gritos. El carpincho oye mi voz, la reconoce, deja la compañía de su especie, y ufano y corriendo a grandes saltos por la masiega, llega, salta sobre la cubierta, y mirando a lo alto, esperó que yo descendiera. “Continuaré refiriendo cuanto he observado en mi carpincho doméstico, durante cuatro años, hasta dejarlo en poder del Jefe de la escuadra inglesa en el Plata, Mr. Hotham, quien lo condujo a Inglaterra. Entonces el carpincho era corpulento, manso cual un perro faldero, sufrido como un cordero. Este animal semi-anfibio se reduce con suma facilidad a la domesticidad, a la que se presta de suyo, sin esfuerzo de parte del hombre; come de todo, carne cocida, legumbres; gusta mucho de la mandioca y batata; pero jamás vi a mi carpincho comer carne cruda ni pescado. No era glotón; por el contrario era parco; no despreciaba jamás el dulce, y tanto era así, que recibiendo en los postres su parte, pronto la concluía, y saboreándose volvía por otra. Testigo Mr. Hotham que, enamorado y admirado de su mansedumbre y de sus cualidades, lo llamaba, y luego que estaba a su lado, le ofrecía con su propia mano, colocando sobre la palma, el dulce que el carpincho comía con pulidez. “Los empeños de la amistad consiguieron que cediese mi carpincho, para regalárselo a Mr. Hotham. Yo mismo lo conduje a bordo, donde hallé una casita de madera, pintada al óleo, dispuesta para hospedar al carpincho, dividida en tres separaciones; una con arena, la segunda con su alfombra de triple, la tercera de dos varas y tres cuartas de largo, por dos varas de ancho, llena de agua. Por los periódicos de aquella época supe que Mr. Hotham regresó a su patria, pero nada puedo decir a Vd. sobre mi carpincho desde entonces. “S. A. S. JOSÉ DE SEVILLA VÁZQUEZ.

Nota: Tempe es nombre tomado del Valle de Tempi, en la Tesalia griega, donde el río Pinios desemboca en el mar en forma de delta; un sitio de gran fertilidad próximo al monte Olimpo, el lugar de los dioses.

FUENTE:
http://www.produccion-animal.com.ar/produccion_carpinchos/78-EL_TEMPE_ARGENTINO.pdf

CUENTO DE LOBODÓN GARRA, PUBLICADO EN LA REVISTA CARAPACHAY

La sudestada.

Los lugares más solitarios y desolados de las islas son las costas sobre el río Uruguay. En toda su extensión no se ven sino interminables montes de ceibos retorcidos y añosos y grandes sauces colorados. Ni un alma habita por aquellas casi inaccesibles soledades donde el agua levanta al aire los negros raigones de los árboles caídos. En algunos lugares se extienden inmensas capas verdes flotantes de las que emergen, a la distancia, pequeñas islas con ceibos achaparrados. Las bocas son tan hermosas como tristes. En algunas, como las de Brazo Largo, Brazo Chico, Gutiérrez, etc., los camalotes adquieren enormes dimensiones, varados en medio de juncales desolados y desiertos, que no terminan nunca. Como única expresión de vida, sólo se siente, a veces, el balido de las nutrias y se ve, de cuando en cuando, el pausado vuelo de alguna garza que se pierde por aquellos lodazales y tierras bajas inhabitables.

Más arriba, frente a la boca del Martínez y del Mosquito, el Uruguay alcanza a tener, según dicen, trece kilómetros de ancho, lo mismo que frente al Ñancay. Por allí ese hermoso y gigantesco río, lleno de bancos y troncos ocultos, adquiere su expresión más grandiosa y bravía y en esa tremenda cancha –por algo los criollos en la zona le llaman “la mar”- desarrollan su más extrema violencia las sudestadas. Un temporal de sudeste en aquel sitio es sencillamente temible y, al abatirse sobre las islas, no respeta ni a la costa misma, arrasando con todo.

Frente al Ñancay es donde esa acción es más apreciable. Allí el río ha avanzado cerca de cuatrocientos metros, sólo en el correr de los últimos años, dejando, como recuerdo de la antigua línea e la costa una ancha extensión donde hoy emergen, de entre las aguas, grandes raigones de árboles que antes crecían en la orilla. La acción del río ha sido tan avasalladora que, en cuarenta años un solitario puesto de la Subprefectura que aún allí existe, ha tenido que mudarse dos veces y el primitivo sitio en que se levantaba queda ahora bien adentro entre las aguas. Es más, el arroyo Las Ánimas, que desemboca en el Uruguay, lo hacía antes en el Ñancay, pero, al ser arrasada la costa de aquel río. Las Ánimas perdió su contacto con el Ñancay y se vierte hoy directamente en él, circunstancia que está en vías de repetirse con el Santos Grande, aún unido al Ñancay en un punto a donde acerca la acción aniquiladora de las aguas.

Y ya que hablo del Ñancay, quiero referirme a esa Ultima Thule, de las Islas del Ibicuy, sitio tan alejado y de difícil acceso –lo es sólo por el río Uruguay- que no muchos conocen dentro de las mismas islas, no obstante haber sido de los lugares poblados desde mayor número de años atrás. Allí, a principios de siglo, vivían Cecilio Lamariño, Feliciano García y Justo Cepeda. En 1906 el gobierno de Entre Ríos concedió 2000 hectáreas a tres alemanes: Luis Ostendorf, Otto Sagamüller y Jorge Weide, con la condición de que introdujeran diversas variedades de árboles de Europa. En la aventura, de todos éstos sólo quedó el último. Se trajo una mujer de Buenos Aires, una bailarina del Paseo de Julio, y allí se estableció. Años más tarde, en 1925, también llegó su sobrino, antiguo violinista, que hoy tiene su plantación cerca de la boca del Ñancay con una linda casita.

En la orilla izquierda, y ocupándola en una larga extensión, está el campo “La Calera” de los “Ingleses”, que en 1923 plantaron 50 hectáreas de sauce. Más arriba, hasta hace tres o cuatro años, última vez que por allí anduve, el Ñancay, rodeado de fajas sombrías y tupidas del monte blanco, estaba despoblado y selvático en un trayecto de kilómetros. Apenas, por ahí, a las cansadas, se alcanzaba a ver algún rancho cuya soledad y aislamiento impresionaba. Pero ahora, me informan que nuevas e importantes quintas han ido surgiendo en los últimos tiempos.

Aún más arriba, en el extenso curso del Ñancay, hay una propiedad donde, en 1922, se hicieron grandes plantaciones que luego quedaron abandonadas. Allí se trató, en 1938, de colonizar la zona trayendo catorce familias ucranianas. Pero debido a la marea del 40 se desanimaron y dejaron el lugar. Sólo quedó una que aún viven en el donde de ese mundo lejano y solitario. Hasta donde llegan mis noticias todos esos campos anegadizos, pero de mayor altura que los del Delta inferior y medio, después de un pasajero intento de plantar yute, en 1944, para lo cual se llegaron, con gran movimiento, a arar 40 hectáreas con tractores Caterpillar, estaban arrendados para hacienda.

En el Ñancay desemboca el arroyo Santos Grande que es mucho más poblado y hasta tiene algunas confortables viviendas de jardín, las que se adivinan muy antiguas, a pesar de que allí la soledad es doble: soledad dentro de la soledad de las islas. No es de extrañar, pues, que para salir de ella sus pobladores hayan contribuido este año a abrir un camino construido por iniciativa particular, el cual partiendo del Martínez, pasa, a través de albardones interiores, por el Ñancay hacia Gualeguaychú. Además, algún día ha de completarse el canal, ya iniciado hasta el Mosquito, que lo unirá al Martínez.

Aquella tarde había varios parroquianos reunidos en el almacén de Tristán, arriba de cuyo mostrador un cartel anunciaba a quien le interesara: “Aviso a los clientes que no se empresta ningún embase”. Allí estaba Salvador Aguilera que tenía un rancho cerca de la boca del Ñancay y pescaba “de firme” con trasmallo, el que colocaba al atardecer y retiraba a la madrugada. De preferencia se dedicaba al pejerrey, con abundancia de “matungos”, aunque asimismo sacaba dientudos, tarariras, mandubíes y bagres amarillos. También estaba Ramón Salazar, que vivía en el Ñancay, arriba de la boca del Santos Chico, solo, en un campo arrendado, cuidando una tropa de vacunos de su propiedad. A su lado aparecía Medardo Peñalva, criollo medio tuerto, que ya blanqueaba, de cejas y bigote hirsuto y espeso, como matas de paja colorada, por entonces arranchado en Las Ánimas, a quien se conocía con el nombre de “Mataojo” y, aunque él sostuviera que “a naides ofiende”, siempre andaba en líos con la Subprefectura por su manía de introducir al país mercaderías sin tomarse la molestia de pagar el correspondiente derecho de aduana. Completaba el número de los parroquianos, bebiendo su copita de ginebra, un holandés llegado tiempo atrás con el propósito, según contaba, de hacer plantaciones de menta, al que la gente conocía como Don Guillermo, quien había venido ese día al almacén con el fin de adquirir mercaderías, viaje que aprovechaba para hacer copiosas libaciones.

Mataojo estaba hablando de los Castro, famosos contrabandistas de la provincia de Buenos Aires, quienes, en una época que recordaba, tuvieron una lancha rápida a la que habían puesto por nombre “Sacale Pelusa”, y ninguna de la Prefectura podía alcanzarla. Hasta que, una vez, incautamente, lancha y conductores cayeron en poder de la autoridad. Luego recordó, como parte de sus aventuras, la ocasión en que, un día de mucha “nieblina”, sorprendido por la prefectura uruguaya, se tiroteó con ella y pudo eludirla metiéndose con su canoa sobre un bando donde, por falta de calado, no lograron alcanzarlo sus perseguidores, trance del que salió con un balazo en una pierna.

Aguilera, que ya había empezado hacía rato a empinar el codo, recordó por su parte, la vez que andaba pescando por el Uruguay con su tío Jacinto Ortiz, “que supo vivir con la india Gregoria”, y vieron llegar por la costa una procesión como de diez o doce que venían “ensuceaos po el barro y entre un lambedoral bárbaro”.

-Estaban vestidos e puebleros y algunoj hasta con valija. Agatas sabían hablar la castilla. Loj habían tráido e la otra banda largándolos en esa costa bruta, ande ni rancho hay, haciéndoles creer que era pa que no los viera la suprefectura, pero que dende áhi podían dir caminando hasta la estación. Querían saber ande quedaba la estación. ¿La estación? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Nos ráimos como locos. Hasta que se enojaron y querían matarnos pa sacarnos la canoa. Algunos tráian mucha plata en las valijas.

Ese día había amanecido nublado y con fuerte viento del sudeste, el que iba arreciando, poco a poco, como amenazando temporal.

Ramón Salazar, que ya se había manifestado algo inquieto, aprovechó una pausa en la conversación y salió hasta la puerta para consultar el tiempo. Luego regresó al mostrador, se hizo servir otra copa y, dirigiéndose a los demás contertulios, anunció:

-Me van a dispensar, señores, pero se está poniendo feo y tengo que dirme pa juntar mij animales.

Y dejó el almacén, llevando algunos vicios que había comprado, los que colocó en su canoa, partiendo con remada pausada a favor de la corriente, ya que el arroyo, por la fuerza del viento, estaba creciendo.

Un rato después, y siempre con el mismo viento, cuando aun no había hecho ni una parte del trayecto, comenzó a caer una llovizna fina y molesta.

Matías Chaparro, propietario y patrón de la chata “Siempre Francisco”, de treinta toneladas, con un cargamento completo de espinillo. Había empezado a cargar muy de madrugada, no obstante lo cual sólo a las dos de la tarde la labor estuvo concluida. Partió en seguida, pero el Ñancay es interminable y sería cerca de las cuatro cuando entró en el Santos Chico, mientras Sabino, el muchacho que le servía de marinero, subía hasta la timonera para alcanzarle algunos mates. Él también seguía con inquietud el fuerte viento que, cada vez más, se iba levantando y lo tomaba de frente, de modo que, en cuanto empezó a lloviznar, se vio obligado a levantar el vidrio delantero, el cual en seguida se empaño con gotitas de agua que le hacían difícil la visión y sólo le permitían distinguir, sin detalles, la masa de los árboles de la orilla del arroyo.

Así fue cómo, al cruzarse con la canoa en que venía Ramón Salazar, quien, remando de espaldas, tampoco se había apercibido de la proximidad de la chata, dado que el ruido del viento tapaba al del motor, se iba sobre ella y, si no hubiera sido por los gritos de Sabino, que se lo advirtió, la hubiera atropellado.

Pero, salvado el percance y marchando en sentido contrario, bien pronto se perdieron mutuamente de vista, tragados por la opacidad de la llovizna, cada uno en busca de su suerte.

Cuando Matías Chaparro llegó al almacén de Tristán ya era tarde y, con el cielo encapotado y lóbrego, oscurecía temprano. Atracó al muelle, detuvo el motor y, con la ayuda de Sabino, extendió una lona ancha sobre su carga.

Al entrar al Almacén, todo empapado, una lámpara iluminaba la escena y, entre el ruido de los chiflones, parecía que se había desatado la furia del viento.

Don Guillermo ya se había ido y sólo quedaban allí Mataojo y Salvador Aguilera, quien, tan locuaz como al principio, seguía su charla:

-¿Se acuerda, Don Peñalva, cuando nos tocó salvar a unos que armaron un viaje con el gringo Basic pa llegar hasta la Amazona? Habían salido e Güenos Aires en un barco e fierro que acomodaron pa el caso y hasta llevaban contratos con Uropa pa cazar tigres y sonceras pa venderle a loj indios. Pero, al llegar a la boca del Ñancay, una sudestada loj echó a pique y tuvieron que ganar la costa, ande pasaron la noche trepaos en una pila de madera, pidiendo auxilio.

“Es que el Uruguay es bravo cuando se enoja, amigo. El Uruguay ej un loco. Hay que tenerle miedo al Uruguay.

“Antes, pa surtirme, tenía que bajar hasta el almacén e Herrera, en el Brazo Largo. Una vez que diba con mij hijos, me agarró un temporal en la boca e La Tinta y, por suerte, pudimoj atracar en la costa con las provisiones que llevábamos. Sacamos la canoa a tierra y la dimos güelta pa que nos sirviera e techo. Nos quedamos áhi como tres días esperando que amainara hasta que, por insistencia e mij hijos, me decidí a seguir. Era una temeridá pero quería que vieran lo que era la mar. ¡Que viento! Pusimos la vela y hacía ruido como e areoplano.

“Otra vez que andábamos en la lancha e un compañero pusimos el espinel y, cuando teníamos que dir a recorrerlo, había un viento que levantaba una marejada bárbara. Yo no quería salir, pero mi compañero insitía.

“-Mirá, hermano, que ya es tarde y el dorao descarna mucho si lo dejamos.

“-Está fiero el tiempo pa salir –le dije-, pero, en fin, si te empeñás, dame eso.

“ Y me tomé casi un litro e vino.

“-Áhura podemos dir.

“En el camino vimos que ningún pescador había salido.

“Apenas cruzamos la boca el Martínez, la sudestada dentro a gopiarnos en el pecho en cada ola y la lancha se no enllenó de agua.

“-Mirá, hermano, que tenés razón. Mejor es que volvamos –me dijo mi compañero.

“-No –le contesté-, seguiremos. Yo soy un marino viejo y vos no sabés que lancha tenés. Tomá, manejá vos.

“Paramoj un rato pa achicar en la escuridá y con gran difucultá pasamos la canaleta e la costa. Hasta que llegamos al banco ande la marejada no era tan juerte.

“-Por lo menos tendremo tiempo e ver la mitá el espinel –me dijo-. La otra la dejaremos. Meté todo, bagre y pejerrey, que después limpiaremos.

“Empezamos por el gallo e la costa, dejando lejoj el del canal. Mientras capiábamos diba recogiendo la línea, metiendo todo adentro con la mayor rapidez. En eso estábamos cuando la lancha dio un güelco que noj hizo temblar.

“-¡Soltá el bolín! –me gritó.

“Terminamos cuando ya estaba aclarando.”

Mientras tanto el viento aun arreciaba. El fío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. El frío se había intensificado. Por el arroyo el agua subía con fuerza. Camalote tras camalote pasaban velozmente hacia arriba y la noche se venía con un verdadero concierto del sudeste que parecía traer, a la distancia, algún eco del lejano tronar del Uruguay.

Chaparro, con Sabino, se preparó para pernoctar con su chata después de reforzarle las amarras. Y, ya oscurecido, de tanto en tanto, iluminaba con su linterna, que abría su foco sobre la cortina de la lluvia, permitiendo apreciar el agua que crecía arrastrando una interminable procesión de camalotes semidestruidos.

Cuando amaneció, al día siguiente, seguía la lluvia y el viento, y del agua estaba altísima, ya desbordando sobre el albardón.

Ramón Salazar había llegado a su rancho, la tarde anterior, con tiempo justo para juntar sus treinta animales antes de que oscureciera. Chapaleando entre el agua, que seguía, creciendo, los puso en una alturita que había hecho sobre el albardón, en un descampado, junto a un arroyo cegado por la espadaña, y allí los dejó soportando pacientemente el chubasco, con las ancas al viento, encerrados en un corral de palos de sauce que rodeaba el terraplén.

Pero, al día siguiente, calculó que, como el agua había seguido creciendo y el terraplén estaba muy pisado, nuevamente los animales debían estar entre el agua, que ya había inundado su rancho, por lo que subió en su canoa y, bajo la lluvia, fue a verlos.

Matías Chaparro miró el cielo que seguía lóbrego, tapado con nubes bajas que se desplazaban a la carrera, mientras se deshacían en una lluvia, ahora copiosa y continua, impulsada por un viento que, de más en más, arreciaba.

Con ese tiempo no podía entrar en el Uruguay. Pro tenía apuro en llegar a San Fernando, ya que estaba próxima una serie de días feriados y, si no se anticipaba, quien sabe hasta cuándo no descargaría.

Entró en el almacén para entonarse con una copa. Y, como dejara adivinar su intención de partir, alguien, desde atrás del mostrador, alcanzó a decirle:

-¿Se va, amigo? ¿No le parece que está muy feo?

-Todavía no sé –contestó-. Pero me gustaría estar en San Fernando cuanto antes.

-¡Es claro! –le respondieron -. Usté sabrá ¿no? Cada uno es dueño.

Después salió, puso su motor en marcha, desamarró y partió para acercarse a la boca. Allí vería.

Y mientras Chaparro se iba, Salvador Aguilera que, a causa del temporal también había pasado allí la noche, tirado en un rincón junto con Mataojo, retomó su monólogo rociado con nuevas copas:

-¡Que sudestada! Va a traer una marea grande. Mira con qué juerza sube el agua. Y el viento sigue como si nada. ¡Y aquí que castiga que ej una cosa bárbara!

“¿Se acuerda, don Peñalva, cuando se llevó la casa el viejo Weide? Había subido tanto el agua que tuvieron que dejarla porque se habían levantao los pisos y medio se estaba tumbando. La mujer salvó a nado a una chiquilina que tenían, llevándola hasta un árbol. Pero, cuando volvió pa recoger al viejo, la chiquilina se cayó y se la llevó la correntada. Hicieron muchos disparos e arma pa que vinieran e la suprefectura. Dicen que naides se anotició.

“Pero ninguna como la el 40. ¡Esa si que jué marea! Por un día no se vido más que cielo y agua, ¿se acuerda, no? Apenaj las copas e loj árboles. ¡y la e destrozos que hubo! El viejo Zoilo y su gente tuvieron que hacer un aujero en el techo el rancho y pasaron toda la noche ataos a la cumbrera, abajo e la lluvia. Algunoj arroyos estaban que no se podía pasar con las vacas ahugadas y los trozos e madera e la que se hallaba apilada en la costa pa venderse. El gringo Masakas se pasó la noche tirando las gallinas arriba el techo pa salvarlas, pero el viento en seguida se la voltiaba. Uno e los Aguirre, que andaba e diligencia por el albardón recogiendo las vacas, perdió el caballo al bajarse pa desenganchar un ternero. Lo encontraron cuando venía a pie, trasijado, con la agua hasta la cintura, ya casi duro e frío y empezando a temblar. Si no lo hallan se muere.”

-Yo también pasé las mías –comentó por fin Mataojo-. En ese tiempo yq estaba arranchao en Laj Ánimas y tenía una canoa que hacía agua y estaba pensando arreglar. Justo pa entonces vino la marea. Adentro el rancho había como metro y medio e agua. Tuvimos que subirnos todoj en la canoa y atarla al lao el rancho abajo e la lluvia. Así pasamos la noche. ¡Qué noche! Agua e arriba y agua e abajo.

Matías Chaparro se acercó trabajosamente a la boca. A la distancia llegaba el bramar del Uruguay. Era una locura tratar de salir con ese día, bien lo sabía. Pero el trayecto a hacer por el río era corto. En seguida entraría en el Martínez o, aún antes, en el Mosquito. Su chata era bien marina y merecía su confianza. Sólo tenía una duda: si le “daba” la maquina, un motor Diese, de dos cilindros y 25 caballos. Por lo demás, agua no faltaría.

Ramón Salazar, remando con dificultad entre el viento y la lluvia, llegó hasta el albordón, donde estaban sus vacas. El campo aparecía totalmente cubierto, quedando afuera sólo la punta de los pajonales y las lejanas arboledas. Con la cabeza gacha y el agua hasta las verijas, los animales lo recibieron con lastimeros mugidos que demostraban toda su inquietud.

La “Siempre Francisco” salió de la boca del Ñancay y puso proa al sudeste. El Uruguay era un mar embravecido. Y el oleaje, corto y escarpado, hacía cabecear a la chata levantando grandes columnas de agua que resbalaban sobre la lona volviendo al río.

Atando su canoa en las ramas de un pequeño espinillo, que crecía cerca del corral, con el fin de aguantarla de la correntada, Salazar se quedó mirando impotente, bajo la lluvia, como el agua continuaba subiendo como una amenaza temible y ensombrecedora.

Después de marchar un tiempo entre el silbido del viento y el azote de la lluvia, con el corazón que le latía con fuerza dentro del pecho, Matías Chaparro siguió avanzando, manteniéndose sobre la canaleta de la costa, mientras la proa de la chata levantaba al aire verdaderos penachos de agua que las rachas desmenuzaban en seguida, diseminándolos violentamente sobre la superficie encrespada del río.

Nada podía hacer ya por sus animales como no fuera contemplar, empapado y azotada su cara por la lluvia, cómo el agua, cada veza más, los iba cubriendo, en tanto que el toro bufaba y las vacas redoblaban sus interminables mugidos.

¡Podría aguantase hasta el Mosquito? La “Siempre Francisco” avanzaba, cabeceando, a su marcha máxima, con el timón doblado totalmente a la derecha, luchando contra la presión del temporal que tendía a empujarla implacable hacia la extensa y procelosa playada de la orilla.

Hasta que, de pronto, el toro, que ya casi flotaba, se levantó sobre sus patas traseras y, embistiendo los palos de sauce, destrozó el corral lanzándose decididamente al agua.

Pero llegó un momento en que Chaparro creyó comprender que la máquina no le respondía y, cada vez con mayor inquietud, atendía la marcha de la chata, fija su mirada en la costa que, quizás a causa de su propio temor, a cada instante le parecía más próxima.

En cuanto el Toro se lanzó al agua, Ramón Salazar contempló con asombro cómo el animal nadaba hacia él y, cuando estuvo cerca, con las patas delanteras trató de treparse a la canoa.

Y bien pronto, al asentarse el casco de la chata en el intervalo de dos olas, Chaparro sintió un golpe que lo hizo palidecer.

Ramón Salazar, levantando en alto un remo, descargó un golpe sobre la cabeza del toro, que ya estaba a punto de hacerle zozobrar la canoa, y siguió golpeando hasta que el animal se hundió arrastrado por la corriente.

Matías Chaparro sintió otro golpe, más fuete aún, golpe de la quilla contra el fondo. Y, desde ese instante, cada ola que levantaba a la chata, la dejaba caer, luego, con más fuerza, contra el duro lecho arenoso del río.

Tan pronto como el toro desapareció hacia el campo, Salazar vio ahora, sobrecogido, cómo, por el boquete abierto por aquél las vacas y los novillos se iban lanzando en tropel hacia la canoa, nadando entre resoplidos y con un terrible espanto reflejado en los ojos.

A medida que menudeaban los golpes, intensificados por el peso de la carga, Chaparro comprendió que había perdido el control de la chata, y fue en ese momento que otro golpe, más fuerte aun, seguido de un siniestro crujido, pareció destrozar a la “Siempre Francisco”, que, no obstante, volvió a salir a flote con dificultad.

Los animales, ya en el agua, pujaban tratando de treparse unos sobre otros y, los que hacían punta, levantaban las patas en un intento desesperado de subir a la canoa.

El agua empezó a inundar la bodega y la chata, un poco escorada, volvía a caer, golpe tras golpe, a cada ola, para levantarse, luego, cada vez con mayor lentitud. Hasta que el motor se detuvo.

Entonces, Salazar, tomando el remo por el lado de la pala, comenzó a repartir golpes, mecánicamente, desesperadamente, como quien sabe que de su esfuerzo, sin ninguna vacilación, depende su propia vida.

El casco, en una interminable secesión de golpes, se fue asentando sobre el fondo, en tanto que la silbante marejada pasaba sobre la carga de espinillo, batiendo la lona desgarrada que se sacudía al viento locamente, dando bárbaros chasquidos.

Agotado y a punto de desfallecer, Salazar siguió repartiendo golpes, cuyo eco resonaba entre el resoplar angustioso de los animales que, uno a uno, iban desapareciendo desvanecidos, arrastrados campo adentro por las aguas.

Apoyada ya sobre el lecho del río y cubierta por la marejada, la chata quedó, al fin, tumbada e inmóvil, mientras Sabino, sin alcanzar a utilizar el chinchorro de remolque, que había zozobrado junto a la popa, se sintió arrastrado por el oleaje y, al rato, casi sin aliento, pudo llegar hasta la costa, que no estaba lejos, tiritando entre el batir intensísimo de las aguas desbordadas.

Y cuando, después de un intento que jamás pudo calcular, siempre entre la lluvia y el viento, Salazar se tiró al fondo de la canoa, ya medio anegada, ahí se quedó exhausto, jadeante, sin comprender aún con certeza lo que había pasado.

Todo el día, negramente encapotado, siguió lloviendo y soplando viento del sudeste. Por la tarde, con lluvia intermitente, aun arreció el temporal. El viento se hizo huracanado, con violentas rachas que parecía querer levantar los techos y arrojaban granizadas de lluvia contra las ventanas y sacudían las puertas. Llegaba claramente el ulular de lo chiflones en el monte. Las copas de los sauces se doblaban casi hasta el suelo y sus gajos golpeaban los vidrios. El arroyo aún seguía creciendo vertiginosamente. Impulsado por la sudestada, el Río de la Plata retrocedía desbordando sobre las islas. Los camalotes, deshechos, pasaban como chicotazo. Y el agua subía y subía a medida que el viento continuaba.

Así pasó todo ese día y aun el siguiente. Hasta que, al oscurecer de éste, por fin cesó la lluvia. ¡Qué sensación de placidez cuando no se sintió más su golpea contra el techo! Pero el viento no cedía.

Recién, casi a las 72 horas, poco a poco, el viento comenzó a calmar. No obstante la corriente del arroyo continuaba vertiginosamente hacia arriba.

A media noche, a pesar de algunas ráfagas ocasionales, el desborde del arroyo era ya bastante tranquilo, aunque el agua mantenía su alto nivel sobre el albardón y los camalotes continuaban pasando hacia arriba.

Al otro día, ya sin viento, era evidente que el agua, después de llegar a su nivel máximo, algo había descendido. Quedaba la señal, en los troncos de los árboles, del límite que habían alcanzado. Pero la corriente se mantenía estacionaria.

Más tarde comenzó su marcha descendente. Los camalotes volvían a pasar hora, pero hacia abajo. Y esa marcha adquirió velocidad tendiendo a que el arroyo llegara, en uno o dos días, a su nivel más menos habitual, nivel que nunca es permanente ni preciso.

Mataojo, después de achicarla con una lata, desamarró su canoa, que se llamaba “El murciélago”, y salió remando, de pie, despacio, hacia adelante. Pasó frente al matadero, junto al almacén, con su gran corral de troncos de sauce, de los que colgaban algunos cueros de oveja empapados por la lluvia. Después cruzó al lado del cementerio: cuatro o cinco tumbas visibles, dos con bordes de material, una con cerco de hierro y varias cruces de palo sin ningún nombre. Siguió por el Santos Grande abajo y, luego, por el Ñancay.

Al entrar al Uruguay el gigante estaba tranquilo. Su inmensidad resplandecía iluminada por un sol espléndido y el paisaje se mostraba como regocijado por el fin del temporal.

La costa de las islas blanqueaba con los árboles quebrados. A la distancia se alcanzaba a ver, muy lejana, las barrancas de la costa oriental. Y arriba, sobre el cielo celeste, una enorme bandada de cuervillos, formados en una inmensa V, se internaban sobre el río, cruzando rumbo a la otra orilla, ignorante totalmente de las tragedias y de las fronteras de los hombres.

Liborio Justo (Buenos Aires, 1902 – 2003) fue un escritor y teórico político argentino. También era conocido con los pseudónimos de Quebracho y Lobodón Garra.

FUENTE:
https://revistacarapachay.com/2015/10/01/rio-abajo-por-lodobon-garra/

CUENTOS DE LOBODÓN GARRA - REVISTA CARAPACHAY

Nutrieros. 

Era tarde ya de un día de invierno cuando, por la estrecha senda que bajaban las dos costas del arroyo, cubiertas de monte blanco, Baltasar Acosta, más conocido con el nombre de Yarará, iba avanzando lentamente en su canoa sin más ruido que el golpe pausado de los remos, que se hundían rompiendo la tranquila serenidad del agua barrosa, la cual, cada vez que aquellos se levantaban, se deslizaba por los extremos volviendo el cauce en hilitos que, al caer sobre la superficie, resonaban en la profundidad del silencio. De un lado y otro, desde ambas orillas, una capa de camalotes, marchitos y casi secos por las última heladas, se extendían como una espesa red de tentáculos que quisieran ir estrechando más y más el camino. Que no podían conseguirlo era una prueba el hecho de que la canoa avanzara. Pero fácilmente se podía advertir que pronto, muy pronto, el camalotal triunfaría cerrando el paso, el único paso, que permitía llegar hasta las entrañas mismas de aquellas desamparadas soledades.

Sobre la canoa, de pie, con una pierna extendida al frente, Baltasar Acosta iba avanzando inclinándose hacia adelante a cada impulso de los remos. Llevaba un chambergo negro que cubría las greñas de pelo lacio renegrido que le caían sobre la cara, morena y aindiada, casi hasta unirse con sus bigotes, también largos y oscuros. Una camisa sucia cubría su torso sobre el que tenía echado un grasiento saco negro para resguardarse, más que del frío, ya que era un día casi templado y húmedo, de la finísima llovizna que caía intermitente y molesta depositándose en su ropa como minúsculas gotitas de rocío. Sus pantalones roídos los ajustaba con un cinto angosto, el que también le servía para sostener, en sus riñones, un gran cuchillo envainado, cuyo cabo sobresalía hasta hacerle un característico bulto bajo la tela del saco. A sus pantorrilla llevaba, bien ceñidas, dos polainas de arpillera atadas con piolines y sus pies calzaban los clásicos “tamangos” del cazador isleño, fabricados con un trozo de cuero ajustado al empeine con tientos. Como único adorno una tabaquera de piel de comadreja, con el pelo para afuera, colgaba de su cintura. Tenía la vista tendida al frente atisbando el camino que seguía, calculando, por los recodos del arroyo, el exacto lugar donde se hallaba. Y su mirada torva y sombría, de hombre como de cuarenta y cinco años, parecía salir debajo del ala de su sombrero con una fuerza tan temible, como las bocas de la escopeta de dos caños que llevaba.

A medida que avanzaba, sintiendo a su lado la caída de alguna tortuga trepada en un tronco, o viendo pasar velozmente a ras del agua uno que otro colorido Martín pescador, el borde de los camalotes iba cada vez más molestando su marcha hasta que, por fin, tuvo que abandonar un remos y, sentándose a popa, avanzar con el otro a pala, esquivando los flecos del canutillo que se extendía ya casi de orilla a orilla, adherido a los raigones de los árboles caídos en el lecho del arroyo y que, de tanto en tanto, afloraban surgiendo sobre la superficie como negros brazos carcomidos levantados para imponer un alto a los intrusos.

Muy poco más allá ya le fue imposible seguir marchando. El tupido manto de camalotes tapaba totalmente todo lo ancho del cauce, y Acosta, después de emitir un gruñido que compendiaba una blasfemia, ya que había esperado encontrar el arroyo más limpio, no tuvo más remedio que, empujando con los remos sobre la superficie del camalotal, que se hundía con la maniobra, acercar dificultosamente la canoa a la orilla donde la espadaña y las cardas se erguían como una barrera al borde del monte blanco. Apenas pudo pisar la tierra empapada y resbaladiza, propia de la humedad de las islas, acentuada por la llovizna, se abrió paso entre la maciega y amarró la soga de su canoa a un tronco de laurel, mientras metros más adelante una hermosa garza blanca levantaba su vuelo pausado y huía hacia el fondo del arroyo. Después, volviendo a la canoa, retiró de allí las trampas, la linterna, el arma y las provisiones que constituían todo su equipaje, cargando lo que pudo sobre su hombro y sosteniendo el resto con la mano izquierda, mientras con la derecha se iba abriendo paso entre el matorral, empapándose con el contacto de la hojas mojadas y los goterones que caían de los árboles.

A lo largo de su marcha, sobre el filo del albardón, iban desfilando todos los hermosos ejemplares del monte blanco, el monte primitivo de las islas. Grandes canelones de troncos gruesos enhiestos; laureles enormes sobre cuyas ramas se agarraban los isipós y las zarzas entretejiendo sus tallos como sogas colgando de los mástiles; curupíes de tronco blanquecino cubierto de musgo; amarillos deshojados por el invierno de los que pendían viejos nidos de boyero; grandes sauces colorados; mataojos donde sujetaban su raíz la flor de patito, la orquídea de las islas; naranjos agrios con todas sus hojas verdes; hermosas palmeras pindós que levantaban sus penachos arriba, sobre la copa de los arrayanes; agarrapalos gigantescos abrazando el tronco de los grandes ceibos en un hueco de los cuales nacieron para estrangularlos luego con el abrazo mortal de sus raigones; matas de caña brava lanzando sus varas tumbadas hacia todos los rumbos; helechos y begonias que se extendían, en parte, como una sábana verde. Por entre los árboles multitud de pájaros de todas clases y colores: zorzales, carpinteros, chiriries, picapalos, boyeros, palomas, monteras, cardenales. Todo el esplendor casi tropical de la naturaleza, que el Paraná y el Uruguay han arrastrado, río abajo, con sus aguas desde el Norte lejano, se mostraban allí con su salvaje lujuria. Pero impregnado de un hálito de tristeza, la tristeza profunda y tenebrosa que caracteriza el paisaje primitivo y solitario de las islas.

De tanto en tanto seguía sendas que señalaban el frecuente paso de los ciervos, así como cruzaba los lamparones de paja aplastados en lo que, en seguida, adivinaba las “camadas” de los carpinchos.

Así marchó una regular distancia, agachándose casi hasta el suelo para evitar las ramas de los árboles y enganchándose en la zarzaparrilla y en los matorrales. Hasta que llegó a donde se proponía: una ranchada que apenas se conservaba en pie, la que él mismo había construido algún tiempo atrás para hacerse un refugio cuando salía a “nutriar” por allí, y que por los rastros que encontraba, latas y restos de fogones, también era utilizada en sus ausencia por otros cazadores.

Entre la espesura del carrizal, el techo de paja de la ranchada apenas sobresalía sostenido por cuatro palos de amarillo atados con corteza de ibirá. Tenía tres paredes de paja quinchada con grandes boquetes, quedando abierta la parte que daba al arroyo, cubierto de camalotes, allí donde el tupido ceibal se extendía por doquier, destacando las negras ramas de los árboles sin hojas, como una procesión de espectros descarnados retorciéndose en las contorsiones del averno.

Como anochecía, colocó sus cosas sobre un catre de varas de palo de leche cubierto con un colchón de paja y, con un poco de ésta y una tijera que arrancó del techo –única leña seca de que disponía- hizo un fuego para secarse y también para prepararse un mate, llenando su pava con agua del arroyo, mientras los mosquitos zumbaban a su alrededor. Y allí, ya oscurecido, estaba ahora Baltasar Acosta contemplando silencioso el fuego, bajo la cortina espesa del monte blanco, del que llegaba el murmullo del viento y el grito de algún pájaro nocturno como el solo eco de ese mundo salvaje y sombrío del que se consideraba el único dueño.

Al día siguiente, en que amaneció densamente nublado y frío, aunque no lluvioso, ya estaba de pie preparando sus trampas mientras otra vez el fuego, su viejo compañero, calentaba alegremente la pava para el mate, que tomó con galleta. En seguida comenzó a colocarse los “mangos”, cubriéndose las manos con arpilleras en la misma forma que tenía cubiertas las pantorrillas, con el fin de evitar el tajo de las filosas hojas de la cortadera. Cuando hubo concluido, cargo las trampas y, dejando atrás la ranchada, avanzó entre el carrizal hacia los inmensos esteros del interior de las islas como espíritu viviente de aquel paisaje silvestre y bravío. Matorrales de chilca, carqueja, algodonillo y naranjillo, empapados por la llovizna del día anterior, le cerraban el camino y debía ir apartándolos con los brazos, protegiéndose la cara para poder avanzar, pasando entre matas de plumachos y paja colorada, tropezando con los troncos de ceibo caídos y medio deshechos en el suelo y enredándose en las marañas del catay que le sujetaban los pies haciéndolo trastabillar con su carga. Aún antes de terminar el ceibal, cargado de suelda con suelda, claveles del aire y helecho fino, sumergido ya entre la cortadera, sus “tamangos” se fueron hundiendo cada vez más en el barro fofo del estero, bajo una capa de agua que le llegaba hasta más arriba de las pantorrillas, haciendo su marcha lenta y trabajosa.

Con el fin de orientarse y con alguna dificultad, se trepó al tronco de los últimos ceibos que tenía por delante y a su vista apareció, sin ningún límite, el inmenso mar de la maciega como una imponente pampa de pajonal desierto y uniforme, ya amarillando por los fríos del invierno, que se extendía hasta el fondo del horizonte, hacia el Uruguay, apenas cortado en toda su extensión hacia el Sur, por la breve faja del monte blanco de una horqueta que iba a salir al Bravo.

Baltasar Acosta descendió y reinició su marcha abriéndose camino entre el pajonal de cortaderas, alto hasta más de dos metros, que sus brazos iban apartando para permitirle avanzar, dejándose caer hacia adelante sobre él para abrir brecha, y levantando un crujido de hojas secas que iba delatando su paso. Otros pájaros, distintos de los del monte, huían asustados de entre las pajas para posarse en algún sarandí o rama negra, mientras desde la vara de los juncos o las flores de totora, donde columpiaban su hermoso capuchón rojo, llegaba el fúnebre grito de los federales.

A medida que avanzaba, entre verdaderas murallas amarillentas, que le cerraban la visual del horizonte a centímetros de sus ojos, Acosta iba mirando atentamente hacia el suelo tratando de descubrir, al pasar, algún rastro de nutrias. De tanto en tanto un tallo de totora comido o una senda delataban la presencia de los animales, permitiéndole colocar sobre esas sendas las trampas con los resortes bien tensos, a uno de cuyos costados pendía una cadena con un alambre doblado enganchado que hacía de ancla, para impedir la huída del que cayera.

Así anduvo casi toda la mañana dejando tras de sí un rastro de paja tumbada, jalonado con grandes nudos hechos con las hojas de la cortadera para señalar el lugar en que había quedado las trampas. Hasta que, al fin, más raído de lo que había salido y mostrando en su cara la huella bien evidente de los tajos y rasguños de la maciega, volvió a su punto de partida sintiendo resonar en sus oídos el chirrido de los grillos del estero que, en su monótono sincronismo, solemnizan la soledad y traen malos presentimientos.

Al día siguiente, Baltasar Acosta volvió a salir haciendo el mismo trayecto que el día anterior, con el objeto de recorrer sus trampas. Y la operación se repitió una y otra vez cuando, después de un plazo prudencial, continuaban vacías. La caza no era muy abundante. Una que otra nutria caía, que él mataba y desventraba en el mismo “peleadero” que había hecho el animal, y, luego, metía en la “maleta”, una bolsa de arpillera con un agujero en el medio, por donde pasaba la cabeza, y dos amplias aberturas que le permitían amontonar los animales muertos a modo de mochila sobre el pecho y la espalda, dejándole las manos libres. Y, una vez en su ranchada, procedía a cuerearlos.

Hasta que, una mañana, marchando como de costumbre entre la maciega, halló rastros que no eran de nutrias y que lo hicieron detenerse receloso y pensativo. Había allí huellas, que siguió en varias direcciones, chapoteando entre el agua negra del estero, las que parecían perderse en dirección al Bravo hacia donde, como puntitos, alcanzaba a ver lejanamente algunos cuervos, águilas y caranchos que planeaban en lo alto como quien señorea sobre sus exclusivos dominios.

Y a lo otra tarde, carca de una horqueta que terminaba en un embalsado, por la faja de un falso albardón, su oído atento escuchó claramente el ruido como de algo que se acercaba abriéndose paso entre la maciega. Quedó al acecho. No era difícil emboscarse a tiempo, pero tampoco tenía allí una visual muy amplia. Sin embargo, al acercarse aquel ruido por la senda que él hiciera, en el preciso instante en que era descubierto, Acosta, que ya tenía su arma lista, disparó un balazo que resonó en aquellas soledades, acompañado del golpe de un cuerpo cayendo entre el pajonal. Un momento quedó inmóvil en su posición mientras el eco del estruendo se disipaba y otra vez volvió a reinar el silencio, sólo interrumpido por el murmullo del viento en las puntas de las cortaderas. Después, siempre en guardia, fue avanzando cautamente temiendo una emboscada. Le pareció escuchar un quejido sordo y apenas perceptible. Pero siguió despacio y atento hasta llegar al caído. Por un instante se quedó mirándolo, a la espera de que reaccionara, si que éste se moviera de la posición en que estaba, tumbado con medio cuerpo sumergido bajo el agua y la cabeza oculta tras el bulto de la “maleta” que llevaba. Manchas sanguinolentas aparecían a su alrededor.

Pero, al agacharse para tratar de verle bien la cara no pudo impedir que el herido, desde abajo y con un movimiento que le provocó un profundo jadeo, le abriera el pantalón con un cuchillo, alcanzando a tocarle el vientre, en el que sintió un ligero cosquilleo.

Rápido, de un puntapié en plena frente, Acosta volvió a tumbarlo, y, allí mismo, lo remató de un balazo a quemarropa detrás de la oreja. En seguid, cuando verificó que estaba muerto, le quitó la “maleta” y, sacando los animales que contenía, los fue observando uno a uno casi con indiferencia.

Volvió a meterlos en la misma “maleta”, tinta en sangre del muerto, que se mezclaba con los rastros de sangre de las nutrias recién desventradas. Luego, con esfuerzo, tomó el cadáver de los pies y, sin más testigo que la bóveda del cielo, lo arrastró pesadamente a través del falso albardón hasta que lo hundió en el agua negra, que allí le llegaba hasta la cintura, empujándolo hasta meterlo debajo del embalsado. En aquella inmensidad desierta y triste, sólo quedaban, como rastros del hecho, una huella roja sobre los tallos de las cortaderas y una mancha flotando en el agua del estero.

Luego volvió sobre sus pasos y, recogiendo la “maleta”, se la colocó sobre sí mismo. En seguida, cardando su arma, emprendió el regreso.

Fue entonces que puso atención en algo que, hasta allí, no se había claramente apercibido. Ya dentro del agua había sentido algunas ligeras puntadas en el vientre que fueron haciéndose más agudas sin tener de ello exacta conciencia. También había notado abundante sangre en su pantalón, cayendo por las polainas de arpillera, la que no sospechó que fuera suya. Pero ahora sentía como un chorro caliente deslizándose sobre su muslo y, llevándose la mano al vientre, por el agujero del pantalón, comprendió que estaba herido, y profundamente herido a juzgar por el tajo que descubrió al tacto.

Pero aquello no era nada. Todavía no había llegado su hora y en peores se había visto. No era la primera vez que lo herían ni seguramente la última. Estaba acostumbrado a esos trances y emprendió el regreso calculando cuánto tiempo tardaría en llegar hasta la ranchada.

En su marcha pesada y dificultosa por el estero aún apretó el paso.

Sin embargo, al rato tuvo que detenerse para ajustar la herida bajando el cinto, porque las puntadas se hacían cada vez más frecuentes y dolorosas.

Un trecho más allá se agachó a beber con la palma de la mano un poco de agua del estero, la cual, generalmente, evitaba ingerir, prefiriendo la corriente de los ríos y arroyos. Después se detuvo varias veces para tomar aliento. El trayecto parecía hacerse largo como no lo había sido nunca.

Una y otra vez se detuvo para beber y cobrar fuerzas. El chorro caliente seguía deslizándose por su muslo, llenándolo, ahora, de una siniestra preocupación, mientras el croar sincrónico de las ranas del estero, como un gigantesco motor que no se detenía nunca, golpeaba en sus oídos cual si fuera reviendo mazazos en la cabeza. Cuando ya se acercaba a los límites del ceibal, no pudo más, y, quitándosela de encima, tiró la “maleta” a un costado de la senda. Al rato arrojó también el arma, pensando volver a buscarla al día siguiente. Aquellas paredes de paja medio seca y amarillenta lo ahogaban, lo ahogaban a él que había pasado buena parte de su vida entre ellas. Ansiaba llegar a la costa cuanto antes, salir de esa prisión crujiente y que parecía querer sepultarlo en su seno. Las espinas de rama negra y naranjillo habían dejado nuevas huellas en su rostro. Sus pantalones, raídos, y empapados, venían llenos de barro hediondo y de yuyo lambedor. Y la camisa, también destrozada, tinta con la sangre del muerto, con la de los animales que éste había cazado y con la suya propia, completaban aquel cuadro de sangre, sangre por doquier, que fue hasta hace poco la ley de la maciega y ya ha quedado acorralada en sus últimos confines.

Pálido y tambaleante, sintiendo que la vida se le iba en cada paso, llegó por fin a la ranchada y, acercándose a la orilla, arrancó una hoja de lampasa hincándose para beber con ella ávidamente. Luego retornó a su refugio y, desprendiéndose el pantalón, trató de examinar la herida, de la que seguía manando sangre y en la que sentía una profundísima puntada que, arrancando del vientre, parecía subirle por la columna vertebral hasta hundirse como una daga en su cerebro. Se lavó prolijamente y el contacto con el agua fría pareció hacerle bien porque, en seguida y por un momento, se sintió aliviado.

Como anochecía, se empeñó en encender fuego. Logrólo al fin con verdadero esfuerzo. Pero, no bien hubo terminado la operación, profundos dolores lo obligaron a tirarse en el catre, de espaldas, quedando allí extendido e inmóvil.

Y, al rato, desde abajo del lecho y al golpear sobre una de las latas vacías tiradas por el suelo, comenzó a llegar el sonido metálico y acompasado de las gotas de sangre que caían.

Tac…

Tac…

Tac…

Mientras tanto la lumbre seguía encendida extendiendo una lánguida pantalla de luz hacia las tinieblas del monte y recortando, sobre la pared de paja, las líneas del lecho y la sombra del hombre, cuyo perfil se acentuaba. Hasta que, por fin, comenzó a apagarse. De lejos llegaba el chillido del ñacurutú, el maullido de algún gato montés y el impresionante silencio de la soledad salvaje.

En medio de ese silencio y de la oscuridad nocturna las gotas de sangre, en su fluir intermitente y espeso, seguían su fúnebre y monótono golpeteo.

Tac…

Tac…

Tac…

Lo siguieron toda la noche, la larga noche de invierno, haciéndose más y más distanciadas.

Hasta que, por fin al amanecer, cesaron…

Con los primeros albores, en la ranchada, la quietud era ya serena, mientras el monte se llenaba de gritos de zorzales y chiviros. Y a la distancia, sobre el fondo blanquecino de la aurora, bandadas de patos pasaban volando rápidamente hacia el horizonte.

FUENTE:
https://revistacarapachay.com/2015/10/01/rio-abajo-por-lodobon-garra/

ARTICULO DE LA REVISTA EL CARAPACHAY, SOBRE LA OBRA EL CARAPACHAY DE SARMIENTO

CARAPACHAY POR SARMIENTO

El carapachayo Sarmiento.

Hay una imagen de Sarmiento que sin ser la más conocida es una especie de síntesis y resumen de su condición anclada entre la barbarie y la civilización. En 1855 o 1856 Sarmiento compra un terreno en el Delta de Tigre, cuando llega al lugar, que no era un desierto, y bajando nomás de la chalana que lo transportaba, agarra su carabina y en un arrebato de euforia que ni él mismo puede explicarse, comienza a tirar tiros al aire en señal de afirmación y de festejo. Durante 15 minutos, carga y detona el arma ante la mirada atónita de sus futuros vecinos. La anécdota referida se deja ver, sólo en parte, en el prólogo que Liborio Justo hace de “El Carapachay”, libro póstumo de Sarmiento que recopila los escritos que sobre el delta escribiera entre 1855 y 1883, y en rigor evoca un artículo crítico a la presidencia de Sarmiento publicado en el año 1874 en el diario La Nación. La anécdota, por genial que sea, representa sin embargo una anomalía en el texto, un injerto se podría decir, porque en realidad el prologó de Justo se centra en el rastreo de los antecedentes escriturales de El Carapachay. Se trata de un trabajo minucioso y detallado que recorre uno a uno los textos que antecedieron a Sarmiento, un Liborio Justo genuino, en su mejor expresión.

En lo que tiene que ver con el prólogo en general, la anécdota funciona como un impase en esa especie de historia de la literatura que ensaya Justo, otorgándole a todo el texto un tono justificativo, una impronta se podría decir, que posibilita lecturas tangenciales de la cuestión. En el mismo párrafo y antes de referirse a la anécdota Justo se pregunta como al pasar: “¿Cómo descubrió Sarmiento el Delta del Paraná?” y se responde con mucha perspicacia, “En realidad, podríamos decir que, antes de conocerlo, Sarmiento ya lo había intuido.”. Así planteada la idea de descubrimiento que pone en juego Justo, es una idea que se corresponde no tanto con la figura del que conoce por primera vez sino más bien con la idea del que inaugura, el que da inicio, el que inventa. En esta secuencia diseñada por Justo el descubridor es el creador. Los antecedentes que enumera y describe detalladamente no tienen este carácter inaugural que tienen los escritos de Sarmiento y ese es el punto que la anécdota viene a reforzar, a potenciar. Con Sarmiento, en la visión de Justo, el delta salta del plano ficcional en que lo habían colocado Sastre con su Tempe argentino y las demás narraciones de viajeros, para colocarse en un plano de realidad tangible. El trabajo de Justo es justificativo, entonces, porque en efecto lo que hace es reforzar una idea que ya estaba presente en el trabajo de Sarmiento. La idea de que fue el propio Sarmiento el que inventó el Delta.

La tesis central de Justo es que sólo Sarmiento con toda su prepotencia y su soberbia, era capaz de conjugar los escollos geográficos y políticos con las deficiencias literarias de la época, para convertirlos en una narrativa inaugural capaz de generar un universo nuevo y único como el delta. La imagen de Sarmiento tomando posesión de una isla a los tiros no es entonces una mera anécdota, está ahí para decir algo sobre Sarmiento, está ahí para afirmar algo. Sarmiento tomando posesión de la isla a los tiros, es la imagen con que Justo sintetiza la acción inaugural, creadora y arrebatadora de Sarmiento respecto del delta.

En este sentido, El Carapachay de Sarmiento sin ser un texto conocido, ni siquiera dentro de la obra de Sarmiento, tiene sin embargo algo inaugural, pone en juego lo mejor y lo peor de un Sarmiento que ya no está en pie de guerra con Rosas o Urquiza, ni siquiera con la idea de confederación como lo evidenciaría unos años antes en su Argirópolis. Pero sobre todo porque pone en juego algo que como bien intentó señalar Justo, hasta él no se había puesto en juego. Ese algo es la experiencia vital, la vivencia. A diferencia de los comerciantes y aventureros que hablaron del delta como lo hacen las personas que hablan de lo que no saben; a diferencia de Sastre que aún conociendo el delta había decidido hablar de el mismo como si no lo conociera en absoluto; Sarmiento hablaba del delta como si estuviera hablando de sí mismo, porque Sarmiento conocía bien el delta, lo sentía, lo comprendía, ciertamente también lo quería cambiar en muchos aspectos, pero sus aspiraciones de cambio estaban signadas por un ideal que no era del todo claro mientras que sus narraciones sobre delta se anclaban fuertemente en una experiencia vital. Así, Sarmiento sabía y comprendía lo que ese cambio requería en términos de laboriosidad y en términos de sacrificios. Así, Sarmiento sabía que aquella tierra más allá de su belleza no era un lugar para cualquiera. Así, Sarmiento sabía que sólo desde dentro el delta podía transformarse a ese mismo delta en algo extraordinario. Hasta tal punto Sarmiento creía en esto que no dudó ni por un segundo en afirmar que las tierras en cuestión debían ser propiedad de sus actuales ocupantes o de aquellos que quisiesen ocuparlas de manera permanente. Más aún, desde fuera y desde dentro del estado, como publicista o funcionario, impulsó y defendió la titularización de las tierras del delta por parte de sus actuales dueños, los carapachayos, una idea, que como se dijo en algún lado pondría en aprietos a más de un detractor del sanjuanino.

El carapachay, como se dijo, tiene algo inaugural y como se dijo también, esto no es ajeno a las propias intenciones de Sarmiento. Todos los escritos, que corresponden a épocas muy diferentes de su vida, ponen en juego está idea, muy típica del sanjuanino, de que es gracias a él que el delta existe. Pero uno en especial lleva esta cuestión a un plano mucho más sofisticado y complejo que los demás. De entre todos los artículos aquel con el que empieza el libro y del cual les presentamos a continuación un breve fragmento, pone en funcionamiento un enorme aparato de significaciones cuyo objetivo, podría decirse, es otorgarle a esa parte del mundo desconocida, hasta por la ciudad de Buenos Aires, un origen mítico. El mito de origen necesario, indispensable para toda construcción potente y estable. El mito de origen necesario para toda construcción trascendente.

En este sentido, el intento de Sarmiento es un intento fallido en varios aspectos. Ninguna de sus aspiraciones llegó a buen puerto, los carapachayos nunca tuvieron su tierra en la forma en que Sarmiento quería que la tuviera. El desarrollo sostenido e indefinido augurado para el delta, nunca se concretó en el sentido que Sarmiento lo imaginó. Las riquezas que se generarían en el delta a partir del mimbre, el durazno y la naranja sólo se dieron en algunos periodos de la historia y en ningún caso dieron lugar a una industria durable. Y así prácticamente con todas y cada una de las predicciones realizadas por Sarmiento. Con todo, en lo que tiene que ver con la narración construida por Sarmiento en torno al delta, El carapachay sigue siendo aún hoy y a pesar de su poca difusión, una de las narraciones más fieles, creíbles y potentes que sobre el delta se hayan escrito. Por esto, pero también por el reconocimiento de algo así como una deuda, la inclusión de este clásico en el primer número de esta, nuestra Carapachay, era algo ineludible.

Los dejamos entonces con este gran fragmento de “El carapachay” de Sarmiento, para que lo disfruten.

Luciano Guiñazú

TEXTO ORIGINAL DE SARMIENTO

El Carapachay, imágenes de las islas del delta del Paraná

Formación. Tradiciones. Tiempos heroicos.[1]

De los misterios de la creación la pobre observación humana no ha podido comprender sino aquello que por su naturaleza prosaica, misterios no podían ser. Hínchase a veces la tierra, y como el Monte Nuevo de los alrededores de Nápoles, produce de la noche a la mañana una imperceptible arruga de su superficie, una montaña; pero de aquellas antiguas revoluciones que marcan las diversas capas que componen su costa sólida, aquel sucederse a lechos de mar, rocas, y a éstos lagos dulces, como si montañas, lagos y mares hubiesen andado vagando y empujándose sin saber dónde fijarse definitivamente, nada se comprende en cuanto a las épocas, duración, agentes motores, y motivos de su inercia actual.

Otro procedimiento de creación lenta se presenta a nuestra vista en todos los países del mundo, y por lo que nos interesa actualmente, vamos a describir acaso el más notable por su extensión que se efectúa hoy en todo el globo.

Son las aguas el agente más destructor que se presenta a nuestros ojos, sin que las rocas más duras resistan a su acción disolvente, por lo que con sus avenidas, sus torrentes y sus ríos, concluirán por desbaratar todo el globo, si no les estuviese encargada otra obra de reparación , depositando en lugares marcados las partículas terrosas que acarrean consigo. Al confundirse sus raudales con el mar, los ríos encuentran una corriente inversa que perturba su marcha, y deteniéndose a veces con la marea, haciéndolos desandar su camino, tienen que purificar sus aguas deponiendo el impuro limo que arrastran.

En la boca de cada arroyuelo se forma un depósito que se llama barra, cuando aún no aparece a la superficie, y en los grandes ríos la barra se apellida delta, después de que se ha consolidado y levantándose lo bastante para quedar en seco. El río tiene dos embocaduras por los dos costados del triángulo, y sucediéndose nuevas deltas, estas embocaduras varían el número y dirección de las bocas de los ríos. Contabasele al Nilo siete bocas, tiene otras tantas el Mississippi, y cada una de estas grandes arterias del movimiento visible de las aguas y de la tierra es un largo drama de luchas, de despojos y de conquistas. El hombre cubre hoy con sus ciudades y campañas labradas las deltas del Egipto, del Indo y del Ganges. Venecia está fundada sobe las islas de la delta del Adige y el Po.

El cabo San Antonio y el cabo Santa María señalan en el mapa los estragos que hizo el Río de la Plata al hacer su primera irrupción en el Atlántico. Tan grande es la abertura, que Solís la tomó por bahía y engolfó sus carabelas río arriba, buscando paso al que otro más afortunado llamó después mar Pacífico. La obra de reparación es más colosal todavía, principiando la delta del Plata en San Nicolás, y alcanzando ya hasta la altura de San Fernando, en las islas que subdividen el Paraná Guazú, Miní y de las Palmas, sin contar los centenares de arroyos subalternos que en otro estuario pasarían plaza de caudalosos ríos. La obra subacuática continúa hacia la embocadura del Plata por el Paraná de las Palmas, el banco Ortiz, y el inglés de fatídica presencia, que es la última delta que está preparando para tiempo y pueblos futuros. El Río de la Plata se embanca rápidamente en toda su extensión y en pocos siglos más Buenos Aires habrá dejado de ser puerto, y porteños se llamarán sólo los que pueblen la Ensenada para entonces el puerto hábil del río, o el Salado, el gran emporio del Atlántico, que como Nueva York, tendrá a su respaldo el Hudson y la zona, cuyas entradas guarda.

Las islas vienen invadiendo a pasos rápidos o más bien marchan hacia el mar, y el instrumento y la operación de hacer islas está a la vista de todos. Cuando el banco arenoso empieza a acercarse a la superficie, nace el junco, que eleva sus hilos de manera de juntar una apariencia de tierra que aún no existe. Pero el juncal es una coladera inventada por la naturaleza para forzar el agua a detenerse y deponer el limo amarilloso que da color, con lo que se forma el terreno vegetal. Las cardas, espadañas y otras plantas acuáticas nacen sobre este lecho que el junco les ha preparado, y ya puede decirse que la tierra comienza a emanciparse del dominio de las aguas y a respirar el aire vital. Muy pocos años se necesitan para que la nueva creación se engalane con el ceibo de flores de color aterciopelado y que sólo vive en el límite fangoso de las tierras sumergibles. Entonces la tierra está hecha, feraz cubierta de plantas acuáticas que crecen sobre un terreno tibio, húmedo, de color amarillo, como el río su padre, cual si el agua se hubiese consolidado y recargado de estos vegetales que lo constituyen una verdadera tierra de bruyére para el cultivo de plantas de conservatorio. El Junco es el primer día de la creación de islas; las cardas y el ceibo hacen la mañana y la tarde del día segundo. Sobre los frágiles juncos se mece luego el blandengue[2], avecilla de cuero colorado por imitar a los ceibos floridos, mientras que la tierra incuba larvas que devoran las hojas anchas de las plantas acuáticas. Un roedor sin nombre es el primer cuadrúpedo que reina en esta creación embrionaria.

Mientras el junco avanza como una guerrilla de descubierta, y se crea la tierra nueva, las islas de más antigua data se ha secado a los huracanes lo bastante para dar nacimiento a otras plantas de composición más esmerada. Figuran como arbusto la Rama Negra, el Sarandí, el Amarillo, el Miní. Descuellan el Laurel, la Cuaca, el Canelo, y otros arbustos de adorno y árboles de leña. Manadas de carpinchos (babirusa) frecuentan sus costas, bañándose en los canales las noches de luna, y guareciéndose de día entre las enredaderas que entretejen las plantas, arbustos y árboles en impenetrables masas de verdura. Y esta es la mañana del día tercero, que la tarde la forman los duraznales que empiezan a mostrarse de trecho en trecho con sus sábanas de flores rosadas en la primavera y sus dorados frutos en el otoño. ¡Cómo hacer comprender al habitante de ciertas regiones de la fértil Francia, donde pueblos enteros viven de cultivar en abanico los duraznos arrimados a paredes de ladrillo construidas al efecto para que ayuden con su calor artificial el proceso de la vegetación; cómo hacerles comprender, decíamos, que hay islas encantadas donde crecen espontáneamente los duraznos y cubren la superficie del río con sus flores deshojadas o sus frutos desperdiciados, que son un don de Dios, sin otro dueño que el que tiende la mano a cogerlos, y que exporta, no en canastillas de mimbre por docenas, sino en lanchas cargadas de borda a borda para vender por un maravedí el cinto a los habitantes de la ciudades! Pero ¿qué diría si añadimos que a la región de los duraznos se sucede la de los naranjos que ocupan islas enteras, y una sucesión de islas que abraza veinte o treinta leguas, sin ser celebradas como el verdadero jardín de las Hespérides, tan cierto es que el hombre en sus sueños poéticos, no hace más que presentir o adivinar la belleza que Dios creó, y existe y él no hace más que idealizar?

Más arriba las islas son altas, el tala desarrolla su espinoso ramaje como en el continente, y la gramilla, y la cola de zorro invitan los ganados a pacerlos. Discurren venados y gamas[3] por aquellas soledades y persíguenlos tigres hambrientos y feroces, que de isla en isla descienden del Entre Ríos extraviados o huyendo de las inundaciones que penetran en sus guaridas. Entre las enredaderas de flores vistosas hay una que produce una papa suculenta y saludable, y entre las gramíneas hay porotillos deliciosos que suministran grato alimento a los occidentales habitantes de las islas. Las pavas del monte son el rival feliz de los faisanes de la India, y en las islas tienen entre cañaverales sus moradas. Como se ve, la creación está tocando a su apogeo de belleza a medida que se asciende río arriba, hasta las islas de Santa Fe y de Corrientes, cubiertas de bosques seculares, sobre los que descuellan palmeras de madera utilizable, y donde abundan leones, yaguares, osos hormigueros, monos y caimanes voraces.

Tantas maravillas no fueron creadas para dejarlas abandonadas a las alimañas.

El sexto día de la creación de las islas, después de toda ánima viviente, apareció el carapachayo, bípedo parecido en todo a los que habitamos el continente, sólo que es anfibio, come pescado , naranjas y duraznos, y en lugar de andar a caballo como el gaucho, boga en chalanas en canales misteriosos, ignotos y apenas explorados que dividen y subdividen el Carapachay en laberinto veneciano, nombre lógico que presta al país los hombres que lo habitan, al revés de los otros países que dan su nombre al habitante, como de Francia francés, de España español. Aquí existía el carapachayo, sin que hubiera Carapachay, que nosotros hemos tenido que inventar, ya que nos ha cabido el honor de ser el primer Herodoto que describe estas afortunadas comarcas. ¿Es anterior el carapachayo al Carapachay, el contenido al continente insular? Esta cuestión grave esperamos que la someta a concurso el Rector de la Universidad.

Alguna luz puede arrojar la circunstancia notable de que no exista aún la carapachaya, al menos en las proporciones conocidas en tierra firme o en las islas consumadas. En nuestras repetidas incursiones a las islas, no hemos encontrado que revele que haya sido sustraída una costilla al primer carapachayo para hacer de ella la ninfa de las islas, sino es una, que a ser genuina, amenaza constituir una variedad singular de nuestra especie. Llámanla Manuela, para que se parezca a algo de su género en tierra firme y es conocida y temida aún en San Fernando, a cuyo puerto suele arribar manejando diestramente su chalana, a la punta de un largo botador de caña tacuara de las islas. Su figura alta y descarnada, su color cobrizo obscuro, y sus antebrazos extraordinariamente cortos, a guisa de los del yacaré, pegados a un busto breve, seguido de unas faldas en extremo largas, le dan una apariencia fantástica, cuando en las noches de luna deja ver su talla larga de pie sobre la chalana, como una estatua del gusto gótico, blandiendo el botador sobre cuyo extremo apoya el cuerpo sin inclinarse. Cuéntase de ella historias extrañas, y no obstante una fealdad que haría poco honor a su creador, si no la hiciera en vía de ensayo, achácanle seducciones de jóvenes dependientes de San Fernando, a quienes hizo en sus días juveniles derrochar las fortunas de sus patrones, llevando uno a sus islas, cual otra Calipso a gozar de sus espantables encantos, habiendo desaparecido, muerto o ahogado, Dios sabe lo que hubo, sin que la justicia hubiese podido nunca averiguar nada, ni el rumor público justificar sus sospechas, sin creer en la pretendida muerte dada por un tigre que acometió al infeliz, en sus paseos solitarios por el canal de Torito que discurre sombrío y estrecho entre cardones y arbustos que se entretejen de una a otra ribera.

Sea de ello lo que fuere, el carapachay no ha sido extraño a nuestras terribles luchas civiles. El General Lavalle reunió en las islas más de cuatrocientos que formaron el núcleo del ejército libertador. Las islas son un asilo en tiempos de revueltas, y por tanto un antemural contra la tiranía, el orden, la policía y la autoridad. El Gaucho perseguido por la justicia apunta hacia las islas, y cruzando a nado un arroyo puede decirse que ha salvado la frontera del reino del sable y del caballo. Donde la chalana comienza, la Pampa y sus gustos se quedan con un palmo de legua, el Juez de Paz incluso.

Las ocupaciones del carapachayo son análogas a las producciones del país. Corta leña, da caza a los tigres, hace carbón, colecta cuero de nutria, lleva a Buenos Aires lanchas de duraznos, y de vez en cuando algún animoso comerciante arruinado endereza sus negocios, desaparecido de las ciudades, y afiliándose carapachayo para extraer ácido de naranjas o destilar aguardiente de durazno. Las cañas tacuaras son una valiosa producción a la que se añaden timones de arado, masas y camas de carretas, cortados de árboles de madera. Sus alimentos los procuran de la caza y la pesca, que es abundantísima, valuándola en pacúes, dorados, pejerreyes, tortugas, anguilas, armados, sábalos, patíes, bagres y otras variedades. La venenosa raya no oculta su traidora púa, ni los yacarés descienden al río desde sus guaridas de Corrientes y Santa Fe. Apenas uno que otro tigre desgaritado puede verse para embellecer el paisaje y dar color a la escena, nadando en los canales o atravesando majestuosamente el Paraná de las Palmas con todo el soberbio busto sobre las aguas. Si el carapachayo tiene una carabina, lo que es raro, lánzale una bala, y entonces el tigre herido se dirige como un rayo sobre la chalana que medio vuelca con sus robustas garras; la lucha del abordaje comienza, y llueven sobre una manaza los golpes de remo y de facón, hasta que una feliz puñalada, como sabe darlas el gaucho, lo tiende de espaldas dejándose llevar a merced de la mansa corriente del río, mientras una variada del ligero esquife pone en disposición al ufano vencedor de aprovechar de los óptimos despojos.

Aquella vida y estas escenas, la locomoción por agua, los canales tortuosos e ignotos, la independencia de bucaneros, y la habitación nómade en dominios tan extraños, dilatados y solitarios, dan un carácter especial al carapachayo y origen a aventuras, costumbres y sucesos singulares. No es raro ver una chalana cargada, que cual tritones remolcan dos caballos, que el gaucho elevado a la carapachaya orden, no olvida el compañero inseparable de su antigua vida de la costa. A la Pampa ha sustituido el ancho río, a la senda el canal, al caballo el buque. ¿Qué hacer con el caballo? Remero.

Una cruz entre los juncales o al pie de un ceibo señala el lugar de alguna catástrofe, un hombre muerto por un rayo o un tigre, un marino que concluye sus días o un carapachayo asesinado.

Las tradiciones del Carapachay no son menos notables y curiosas. La etimología de la palabra guaraní significa, dicen, hombre trabajado, cara arrugada, algo que indica labor, sufrimiento, rudeza. Nombres guaraníes sirven aun para designar los canales, y hay uno que lleva el de Carapachay por antonomasia. Hay recuerdos de las antiguas carabelas, en el arroyo de este nombre y en el canal del Capitán, el arroyo de Toledo, la isla de Valencia. Los españoles cegaron con buques la Espera, antiguo canal del comercio del Paraguay, y a su lado corre la Esperita, donde como hoy en la punta de San Fernando aguardan las embarcaciones viento propicio o que el contrario amainase.

En una de las grandes islas allende el Paraná de las Palmas, que divide el Carapachay Miní del Carapachay Guazú, encuéntranse vestigios de un templo de los Jesuitas, a cuyas inmediaciones se han propagado a más de naranjos y duraznos, perales, membrillos y manzanos. Por donde quiera en América hállanse los rastros de aquella corporación que todo sabía menos encarnar sus obras en el corazón del hombre; mar tempestuoso de civilización y cristianismo que ha dejado sobre todas las playas remotas ruinas del bien que intentó hacer, pero ruinas y no monumentos perdurables.

Los nombres de los arroyos del Carapachay revelan que han sido las islas habitadas por guaraníes o frecuentadas sus aguas por los pescadores, sin lo cual no habrían distinguido con nombres los canales. ¿Dónde están hoy los insulares que han legado en su idioma aquellos nombres? la verdad es que las islas han sido reputadas hasta hoy inhabitables, y mil consejos ridículas mantienen todavía esta creencia. Cuéntase de un francés que, enamorado de las plantaciones de un carapachayo, hubo de comprarle su isla y de regreso a Francia despachó a su hijo con una colonia de obreros. Mas la nave surcó en vano el río, recorrió con la carta los lugares, sin encontrar la isla encantada que había desaparecido sumergida por las creces del Paraná. El Director Pueyrredón poblará su isla cerca de Zárate, y tres mil vacas pacían tranquilas tres años había, hasta que sobreviniendo la inundación perecieron todos los ganados ahogados; porque el Paraná, como el Nilo y los ríos de alta alcurnia, tiene inundaciones periódicas, doblando su caudal por las lluvias de las zonas tórridas que esconde sus misteriosas cuanto lejanas fuentes.

Hasta aquí llega la parte heroica y mitológica de las Islas, de que no podíamos prescindir para dar cuenta de lo que es hoy el Carapachay, a fin de presagiar lo que será mañana.

Nota: Las notas de Liborio Justo referenciadas: nota al pie n° 2 y n°3, corresponde al original de “El Carapachay” que fue corregido y prologado por Liborio Justo.

[1] El presente fragmento pertenece a “El Carapachay” de Domingo Faustino Sarmiento. Fue tomado en su totalidad de la edición de Eudeba de 1975. Se conservaron las itálicas y la puntuación de la edición, independientemente de su concordancia o coherencia.

[2] Hoy se lo conoce con el nombre de Federal (nota de Liborio Justo)

[3] Se trata, en realidad, del ciervo del pantano y no de venados y gamas, que nunca existieron en las islas del Delta (nota de Liborio Justo).

FUENTE:
https://revistacarapachay.com/2015/05/25/carapachay-por-sarmiento/