viernes, 31 de agosto de 2018

ACTIVIDAD - LAS ESTRELLAS ERRANTES

 GÉNERO POLICIAL 

1) ¿QUÉ RELACIÓN EXISTE ENTRE EL NOMBRE DEL CUENTO Y SU CONTENIDO?

2) ¿QUIÉN NARRA EN ESTE RELATO?

3) ¿DE QUIÉN SOSPECHA Y POR QUE MOTIVO, LA VÍCTIMA DEL ROBO?

4) ¿EN QUE CONSISTIÓ EL PLAN CRIMINAL DE FLAMBEAU?

Las estrellas errantes (1911)
(“The Flying Stars”)
G. K. Chesterton
(Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936)

El más hermoso crimen que he cometido —dijo Flambeau un día, en la época de su edificante vejez— fue también, por singular coincidencia, mi último crimen. Era una Nochebuena. Como buen artista, yo siempre procuraba que los crímenes fueran apropiados a la estación del año o al escenario en que me encontraba, escogiendo esta terraza o aquel jardín para una catástrofe, como se pudieran escoger para un grupo estatuario. A los grandes señores, por ejemplo, había que estafarlos en vastos salones revestidos de roble; mientras que a los judíos convenía dejarlos sin blanca cuando menos se lo esperaran, entre las luces y biombos del café «Riche». En Inglaterra, si quería yo despojar de sus riquezas a un deán (cosa no tan fácil como pudiera suponerse), trataba de colocarlo, para entender yo mismo el caso, en los verdes prados, junto a las torres de alguna catedral de provincia. Y cuando en Francia me proponía sacar dinero de algún pícaro labriego ricachón (cosa casi imposible), me agradaba la idea de ver destacarse su indignada cabeza contra el fondo gris de los álamos trasquilados, en esas solemnes llanuras de las Galias donde ronda el potente espíritu de Millet.
Digo, pues, que mi último crimen fue un Minen de Navidad; un crimen alegre, cómodo, adecuado a la clase media de Inglaterra; un crimen género Charles Dickens. Lo llevé a cabo en una antigua y cómoda casa que hay junto a Putney, una casa también de clase media, frente a la cual se ve la curva de un paseo de coches, una casa con establo al lado, una casa con un nombre inscrito sobre las dos puertas de la reja exterior, una casa a cuya entrada se ve una araucaria. En fin: basta, ya conocen ustedes el género. Yo creo realmente que logré imitar con talento y literatura el estilo de Dickens. Casi es una lástima que esa misma noche se me ocurriera arrepentirme.
Y Flambeau se puso a contar la historia del crimen, visto «por dentro», y aun visto por dentro resultaba cosa extraordinaria. Que, por fuera, resultaba de todo punto incomprensible. Aunque es por fuera como debemos examinarlo los extraños. Desde este punto de vista, puede decirse que el drama comenzó en el instante en que las puertas de aquella casa, que daban al jardín donde estaba la araucaria, se abrieron para dejar salir a una joven que iba a echar migas a los pájaros, en la tarde del día de aguinaldos. Era una muchacha de linda cara, con fieros ojos negros; pero del resto nada se podía averiguar, porque iba tan envuelta en pieles oscuras, que no era fácil distinguir sus pieles de sus cabellos. A no ser por la linda cara, se la hubiera tomado por un osito saltarín.
La tarde de invierno parecía enrojecerse al aproximarse a la noche, y ya sobre los macizos flotaba una luz de carmín en que parecían vivir los espíritus de las rosas marchitas. A un lado de la casa, el establo; y a otro, una avenida de laureles, que conducía al vasto jardín del fondo. La muchacha, tras de arrojar las migas a los pájaros (por cuarta o quinta vez en sólo aquel día, porque el perro se adelantaba siempre a los pájaros), entró por la avenida de laureles y se dirigió a un sembrado de siemprevivas. Al llegar allí lanzó una exclamación de sorpresa, real o convencional; a horcajadas en el alto muro que circundaba el jardín había una fantástica figura.
—¡No, no salte usted, Mr. Crook! —dijo muy alarmada—. Está muy alto.
El hombre que colgaba en el muro como sobre un caballo gigantesco, era alto, anguloso, de cabellos negros y erizados como cepillo, de aire inteligente y hasta distinguido, aunque algo desmedrado y cetrino, lo cual se notaba más porque llevaba una corbata de rojo chillón, única prenda de que parecía cuidarse un poco. Tal vez aquella corbata era un símbolo. Sin preocuparse de los temores de la muchacha, saltó como un saltamontes y cayó junto a ella, a riesgo de romperse una pierna.
—Yo creo que nací para ladrón —dijo sonriendo—. Y lo hubiera sido, a no haber nacido en la dichosa casa de al lado. Por lo demás, no creo que eso tenga nada de malo.
—¿Cómo puede usted decir eso? —le amonestó ella.
—Si usted —continuó el joven— hubiera nacido en el mal lado de esta pared, comprendería que está justificado saltar sobre ella.
—Nunca entiendo lo que dice usted ni lo que hace.
—Ni yo tampoco muchas veces —replicó Mr. Crook—. Pero, por lo pronto, ya estoy del buen lado de la pared.
—Pues, ¿cuál es el buen lado de la pared? —preguntó la joven sonriendo.
—Dondequiera que usted se encuentre —dijo el llamado Crook.
Cuando, juntos, se encaminaban al jardín delantero por la avenida de laureles, se oyó sonar tres veces una bocina, cada vez más cerca, y un auto elegante, verde pálido, pasó a toda velocidad frente a ellos, como un gran pájaro, y se detuvo ante la puerta, jadeante.
—Vamos —dijo el joven de la corbata roja—. Ahí llega alguno de los que han nacido del buen lado del muro. Miss Adams: no sabía yo que el san Nicolás de su familia estaba tan a la moderna.
—Es mi padrino, sir Leopold Fischer. Todos los años viene la víspera de Nochebuena.
Y tras una pausa, que inconscientemente revelaba una falta de convicción, Ruby Adams añadió:
—Es muy amable.
John Crook, que era periodista, había oído hablar de aquel magnate de la ciudad, y no era culpa suya si el magnate no había oído hablar de él, porque en alguno de sus artículos de The Ciarion y The New Age había tratado duramente a sir Leopold. Pero no dijo nada, y se limitó a ver el largo proceso de descarga del automóvil. Un chofer atlético, vestido de verde, saltó del pescante, y de atrás saltó un lacayo pequeñín, vestido de gris; entre ambos depositaron a sir Leopold en la escalinata y comenzaron a desenvolverlo cuidadosamente. Poco a poco, fueron quitándole de encima todo un bazar de mantas, toda una selva virgen de pieles y bufandas de todos los colores del arco iris, al fin dejaron al descubierto un bulto vagamente humano la figura de un anciano de aspecto amable, de aire extranjero, con una barbilla gris y una sonrisa plácida, que se frotaba la manos, metidas en unos guantes gordísimos.
Antes de que la figura humana acabara de revelarse, los dos batientes de la puerta del pórtico se abrieron de par en par, y el coronel Adams padre de la joven de las pieles salió a dar la bienvenida a su ilustre huésped. Era Adams un hombre alto, tostado por el sol, poco aficionado a hablar; llevaba un bonete rojo a la turca, y eso le daba aire de colonial inglés o bajo egipcio. A su lado estaba su cuñado, recién venido del Canadá: joven hacendado, de humor bullanguero y cuerpo fornido, que tenía unas barbas amarillas y respondía al nombre de James Blount. Y también formaba parte de la compañía una figura algo insignificante: un sacerdote católico de la parroquia vecina. La difunta esposa del coronel había sido católica y, como es costumbre, los hijos habían sido educados en la misma fe. Todo en aquel sacerdote era poco distinguido: hasta su vulgarísimo nombre: Brown. Pero el coronel le encontraba agradable, y solía invitarlo a sus reuniones familiares.
En el amplio vestíbulo había sitio bastante para que sir Leopold acabara de quitarse sus envolturas. En proporción con la casa, el pórtico y el vestíbulo eran enormes. Era éste un verdadero salón, que por el frente daba a la puerta de entrada, y por el fondo a la escalera. Frente al gran fuego de la chimenea, sobre la cual pendía la espada del coronel, sir Leopold Fischer continuó desenvolviéndose, y toda la compañía, incluso el malhumorado Crook, fue presentada al ilustre visitante. El venerable financiero todavía seguía luchando con sus inacabables envolturas y, al fin sacó del bolsillo más escondido del chaqué una caja negra, ovalada, la cual, explicó radiante de orgullo, contenía el aguinaldo para su ahijada. Con inocente vanagloria que desarmaba la crítica, mostró la caja a todos; la tapa saltó al oprimir un resorte, y todos se sintieron deslumbrados como si hubiera brotado ante sus ojos una fuente de cristal. Sobre un nido de terciopelo anaranjado, lucían, como tres huevos, tres claros y vívidos diamantes que parecían encender el aire. Fischer triunfaba benévolamente, y bebía por todo su ser el asombro y éxtasis de la muchacha, la torva admiración y rudo agradecimiento del coronel, y el entusiasmo de todos.
—Y ahora me los vuelvo a guardar —dijo Fischer, volviendo el estuche a los faldones de su chaqué—. He tenido que traerlos con precauciones. Son nada menos que los tres famosos diamantes africanos llamados «Las estrellas errantes» por la frecuencia con que han sido robados. Cuantos ladrones de nota hay en el mundo andan en pos de ellos; cuantos vagabundos andan por las calles y los hoteles se sienten atraídos por ellos. Bien pudieron escapárseme en el camino. No tendría nada de extraño.
—Y añadiré que hasta sería muy natural gruñó el de la corbata roja—. Tanto, que yo no censuraría al que los robase. Cuando la gente pide pan y no le dan ni una piedra en cambio, hace bien en tomarse por sí mismo las piedras.
—No me gusta oírle a usted hablar así —dijo la muchacha, que estaba muy excitada—. Sólo eso sabe usted hablar desde que se ha vuelto un odioso yo no sé qué. Ya saben ustedes lo que quiero decir. ¿Cómo se llama eso? ¿Cómo llaman al que quisiera darle un beso al deshollinador?
—Un santo —dijo el padre Brown.
—Creo —dijo sir Leopold con una sonrisa de importancia— que Ruby quiere decir «un socialista».
—Pero radical no quiere decir hombre que sólo se alimenta con raíces —observó Crook con cierta impaciencia—, así como conservador no significa hombre que conserva o preserva el jamón. Tampoco socialista, lo aseguro a ustedes, significa hombre que desea pasarse una noche de tertulia con un deshollinador. Un socialista es un hombre que desea que todas las chimeneas sean deshollinadas, y todos los deshollinadores recompensados por su trabajo.
—Pero —completó el sacerdote en voz baja— que no le consiente a uno ser dueño siquiera de su propio hollín.
Crook le miró con respetuoso interés.
—¿Y qué necesidad tiene uno de poseer hollín? —preguntó.
—Alguna —contestó Brown, con aire pensativo—. He oído decir que los jardineros lo usan. Y yo una vez, por Navidad, habiendo faltado el prestidigitador que había de divertirlos, hice la felicidad de seis niños jugando a tiznarlos con hollín.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —exclamó entusiasmada Ruby—. ¿Por qué no lo hace usted para divertirnos a nosotros?
Mr. Blount, el ruidoso canadiense, alzó su estruendosa voz para aplaudir el proyecto, y también el asombrado financiero la suya, algo cascada, cuando alguien llamó a la puerta. El sacerdote fue a abrir, y los batientes plegados dejaron ver el jardín de siemprevivas, con su araucaria y demás encantos, destacándose como bultos negros sobre el opulento crepúsculo violeta. Aquel delicado fondo parecía una pintoresca decoración de teatro, y todos, por un momento, hicieron más caso del escenario que de la insignificante figura que en él apareció.
Era un hombre de aspecto descuidado, que llevaba un gabán raído: un mensajero, sin duda
—¿Alguno de estos caballeros es Mr. Blount? —preguntó alargando una carta.
Mr. Blount se levantó y lanzó un grito de asentimiento. Rasgó el sobre y leyó el mensaje con evidente asombro; pareció turbarse un momento, después se tranquilizó y, dirigiéndose a su cuñado y huésped:
—Coronel —dijo con esa cortesía jovial propia de las colonias—, lamento tener que causar una molestia. ¿Le incomodaría a usted que se presentara por aquí esta noche un conocido mío a tratar de negocios? Es el francés Florian, famoso acróbata y actor cómico. Le conocí hace años en el Oeste (es canadiense de nacimiento), y parece que tiene algún trato que proponerme, aunque no me imagino qué podrá ser.
—No faltaba más —replicó el coronel—. Cualquier amigo de usted tiene aquí entrada libre, querido mío. Estoy seguro de que nos resultará un compañero agradable.
—Quiere usted decir que se tiznará la cara para divertirnos, ¿verdad? —dijo Blount riendo—. No lo dudo, y también a los demás nos hará bromas. Yo, por mi parte, me divierto con esas cosas: no soy refinado. Me encantan las pantomimas a la antigua, en que un hombre se sienta sobre la copa de un sombrero.
—Pues que no se siente sobre el mío, ¿estamos? —dijo sir Leopold Fischer con dignidad.
—Bueno, bueno —dijo Crook alegremente—. Por eso no hay que reñir. Todavía hay burlas más pesadas que sentarse en la copa del sombrero.
Pero Fischer, a quien le disgustaba mucho el joven de la corbata roja, en razón de sus opiniones extremas y de su notoria intimidad con la linda ahijada, dijo con el tono más sarcástico y magistral del mundo:
—¿De modo que ha encontrado usted algo peor, más humillante que sentarse uno en un sombrero de copa? ¿Y qué es ello, si puede saberse?
—¡Toma! Que el sombrero de copa se le siente a uno encima.
—Vamos, vamos —exclamó el hacendado canadiense con su benevolencia bárbara—. No echemos a perder la fiesta. Lo que yo digo es que hay que inventar alguna diversión para esta noche. Nada de tiznarse la cara con hollín ni sentarse en la copa del sombrero, si eso no les gusta a ustedes; pero alguna otra cosa por el estilo. ¿Por qué no una vieja pantomima inglesa, de ésas en que aparecen el clown y Colombina y demás figuras? Cuando salí de Inglaterra, a los doce años de edad, recuerdo haber visto una, y desde entonces me parece que la llevo adentro encendida como una hoguera. Regresé a la patria el año pasado, y me encuentro con que la costumbre se ha extinguido; con que ya no hay sino un montón de comedias fantásticas del género lacrimoso. No, señor: yo pido un diablo que atice el fogón y un policía hecho salchicha, y sólo me dan princesas moralizantes a la luz de la luna, pájaros azules y cosa así. El Barba Azul está más en mi género, y nada me gusta tanto como verle transformado en Arlequín.
—Yo también estoy por ver a un policía hecho salchicha —dijo John Crook—. Es una definición del socialismo mucho mejor que la propuesta antes. Pero será difícil encontrar los disfraces y montar la pieza.
—¡No! —exclamó Blount, casi con transporte—. Nada es más fácil que arreglar una arlequinada. Por dos razones: primera, porque todo lo que a uno se le antoje hacer sale bien, y segunda, porque todos los muebles y objetos son cosas domésticas: mesas, toalleros, cestos de ropa y cosas por el estilo.
—Cierto —asintió Crook, paseando por la estancia—. Pero, ¿de dónde sacar el uniforme de policía? Yo no he matado a ningún policía últimamente.
Blount reflexionó un poco, y luego, dándose con la mano en el muslo, gritó:
—¡Sí, podemos obtenerlo también! Aquí tengo las señas de Florian, y Florian conoce a todos los sastres de Londres. Voy a decirle por teléfono que traiga consigo un uniforme de policía.
Y se dirigió resuelto al teléfono.
—¡Qué gusto, padrino! —exclamó Ruby, casi bailando de alegría—. Yo haré de Colombina, y usted hará de Pantalón.
El millonario, muy rígido y con cierta solemnidad pagana, contestó:
—Hija mía, creo que debes buscar a otro para Pantalón.
—Si quieres, yo seré Pantalón —dijo el coronel Adams, por primera y última vez.
—¡Merecerá usted que le alcen una estatua! —gritó el canadiense, que volvía, radiante, del teléfono—. De suerte que todo está arreglado. Mr. Crook hará de clown: es periodista, y conocerá todos los chistes viejos. Yo seré Arlequín, para lo cual no hace falta más que tener largas piernas y saber saltar. Mi amigo Florian dice que traerá consigo el uniforme de policía y se mudará el traje en el camino. La representación puede hacerse en esta misma sala. El público se sentará en las gradas de la escalera, en varias filas. La puerta de entrada será el fondo del escenario, y, según esté cerrada o abierta, representará, ya un interior inglés, ya un jardín al claro de luna. Todo, como por obra de magia.
Y sacando del bolsillo un trozo de yeso, de esos con que se apuntan los tantos del billar, trazó una raya en mitad del suelo, entre la escalera y la puerta, para marcar el sitio de las candilejas.
Cómo se las arreglaron para preparar aquella mojiganga en tan poco tiempo, es inexplicable. Pero todos contribuyeron a ello, con esa mezcla de atrevimiento e industria que aparece siempre cuando hay juventud en casa; y aquella noche había juventud en casa, aunque no todos sabían precisar cuáles eran las dos caras, los dos corazones de donde irradiaba, la juventud. Como siempre sucede, la invención, a pesar de la mansedumbre de las conveniencias burguesas en que fue concebida, se fue poniendo cada vez más fantástica. Colombina estaba encantadora con una falda hueca que tenía un extraño parecido con la enorme pantalla que solía verse en la lámpara del salón. El clown y Arlequín se pusieron blancos con la harina que les dio el cocinero, y rojos con rojo que les proporcionó alguna otra persona del servicio, la cual, como los verdaderos bienhechores cristianos, quiso permanecer anónima. A Arlequín, vestido con papel de plata de cajas de puros, costó trabajo impedirle que rompiera los viejos candelabros victorianos para adornarse con cristales resplandecientes. Y sin duda los hubiera roto, a no ser porque Ruby desenterró unas joyas falsas que había usado en un baile de máscaras para hacer de Reina de los Diamantes. Verdaderamente, su tío, James Blount, estaba en un estado de excitación increíble: parecía un muchacho. Hizo una cabeza de asno de papel y se la acomodó nada menos que al padre Brown, quien la aceptó pacientemente, y llevó su amabilidad hasta descubrir por su cuenta el medio de mover las orejas. Al propio sir Leopold Fischer en nada estuvo que le colgara en los faldones la cola del asno. Pero al caballero no le hizo mucha gracia.
—El tío está imposible —le había dicho Ruby a Crook quitándose el cigarro de la boca y decidiéndose a hablar al tiempo de acomodarle sobre los hombros, muy seriamente, un collar de salchichas—. ¿Qué le pasa?
—Nada: que es el Arlequín de tal Colombina —dijo Crook—. Yo sólo soy el pobre clown al que toca decir los chistes viejos.
—De veras hubiera yo querido que usted fuera el Arlequín —dijo ella, dejando colgar el collar de salchichas.
El padre Brown, aunque estaba al tanto de todos los secretos de entre bastidores y hasta había merecido aplausos transformando una almohada en un bebé que parecía hablar, prefirió sentarse entre el público, demostrando la misma expectación solemne del niño que asiste por primera vez a un espectáculo. Los espectadores eran pocos: algunos parientes, uno o dos vecinos y los criados. Sir Leopold estaba en el asiento de honor, al frente, tapando con su cuerpo, todavía envuelto en pieles, al curita, que estaba sentado detrás de él. Pero si el curita perdió mucho con eso, no lo han decidido nunca las autoridades artísticas. La representación fue de lo más caótica, aunque no por eso desdeñable. Por toda ella corrió una fecunda vena de improvisación, brotada, sobre todo, del cerebro de Crook el clown. Era siempre hombre muy ingenioso; pero aquella noche parecía dotado de facultades omniscientes, con una locura más sabia que todas las sabidurías: ésa que se apodera de un joven cuando cree descubrir por un instante una expresión particular en un rostro particular. Aunque hacía de clown, lo era todo o casi todo: era el autor (hasta donde había autor en aquel caos), el apuntador, el pintor escenógrafo, el tramoyista, y, sobre todo, la orquesta. A intervalos inesperados con disfraz y todo, corría hacia el piano y se soltaba tocando algún aire popular, tan absurdo como apropiado al caso.
Pero el instante supremo fue cuando se abrieron de par en par los batientes de la puerta del fondo, dejando ver el lindo jardín, bañado por la luz de la luna, y dejando ver, sobre todo, al famoso huésped profesional: al gran Florian vestido de policía. El clown se puso a tocar en el piano el coro de los alguaciles de Los Piratas de Penzance; pero la música quedó ahogada bajo los ensordecedores aplausos, porque todos y cada uno de los ademanes del gran actor cómico eran una reproducción exacta y correcta de los modales corrientes del policía. Arlequín saltó sobre él y le dio un golpe en el casco. El pianista ejecutó entonces el aria ¿De dónde sacaste ese sombrero?, y el guardia miró entonces alrededor con un asombro admirablemente fingido. Arlequín da otro salto, y vuelve a pegarle en el casco, mientras el pianista esbozaba unos compases de Venga otro más. Y entonces Arlequín se arroja entre los brazos del policía y le cae encima entre una salva de aplausos. Y fue aquí donde el actor extranjero hizo la célebre imitación del hombre muerto de que todavía cuenta la fama de los alrededores de Putney. Imposible creer que una persona viva pudiera afectar tal flacidez.
El atlético Arlequín parecía volverle del revés como a un saco, o esgrimirle como a una cachiporra india, y todo esto al compás de los enloquecedores y caprichosos acordes del piano. Cuando Arlequín levantó del suelo, con su esfuerzo, al cómico policía, el clown tocó el aire Me despierto de soñar contigo. Cuando se le echó a la espalda, el aire Con mi fardo a la espalda, y cuando después Arlequín le dejó caer con un ruido convincente, el lunático del piano atacó una tonada de retintines, cuya letra, era según parece, Una carta le escribí a mi amor y de camino, la dejé caer.
Al llegar a este límite de la anarquía mental, la vista del padre Brown quedó oscurecida del todo; el magnate que estaba frente a él se había puesto de pie, y hurgaba con desesperación sus muchos y recónditos bolsillos. Sentóse después con aire inquieto y, siempre hurgándose volvió a levantarse. Por un instante pareció de veras que iba a salvar la línea de las candilejas; después volvióse a ver con ojos de fuego al clown, que seguía manoteando en el piano; y, al fin, sin decir palabra, salió de la habitación.
El cura pudo contemplar un rato a sus anchas la danza absurda, pero no inelegante, del Arlequín «amateur» sobre el cuerpo espléndidamente inconsciente de su enemigo vencido. Con un arte rudo y sincero, Arlequín danzaba ahora retrocediendo hacia la puerta que daba al jardín, lleno de silencio y de luna. El grotesco traje de plata y lentejuelas —demasiado resplandeciente a la luz de las candilejas— se veía más plateado y mágico a medida que el danzante se alejaba bajo los fulgores de la luna. Y el auditorio estalló en cataratas de aplausos. En este momento, el padre Brown sintió un toquecito en el brazo, y oyó una voz que le invitaba, cuchicheando, a pasar al estudio del coronel.
Y siguió, muy intrigado, al que le llamaba, y la escena con que se encontró en el estudio llena de solemne ridiculez, no hizo más que aumentar su curiosidad. Allí estaba el coronel Adams, todavía disfrazado de Pantalón, llevando en la cabeza la barba de ballena con la bolita en la punta que se balanceaba sobre sus cejas, pero con una expresión tal en sus tristes ojos de viejo, que hubiera enfriado hasta los entusiasmos de una fiesta saturnal. Sir Leopold Fischer, apoyado en el muro de la chimenea, jadeaba casi con toda la importancia del pánico.
—Se trata de algo muy penoso, padre Brown —dijo Adams—. El caso es que esos diamantes que todos hemos admirado esta misma tarde han desaparecido de los faldones del chaqué de mi amigo. Y como da la casualidad de que usted…
—De que yo —completó el padre Brown con una mueca expresiva— estaba sentado justamente detrás de él…
—Nadie se ha atrevido a hacer la menor suposición —dijo el coronel Adams, dirigiendo una mirada firme a Fischer, que más bien denunciaba que sí se había atrevido alguien a hacer suposiciones—. Yo sólo le pido a usted que me proporcione el auxilio que, en este caso, es de esperar de un caballero.
—Y que consiste, ante todo, en volverse del revés los bolsillos —dijo el padre Brown.
Y procedió a hacerlo. En sus bolsillos se encontraron siete peniques y un medio chelín, el billete de regreso, un pequeño crucifijo de plata, un pequeño breviario y una barrita de chocolate.
El coronel le miró atentamente, y después dijo:
—¿Sabe usted? Más que el contenido de sus bolsillos quisiera yo ver el contenido de su cabeza. Mi hija, lo sé, le interesa a usted como persona de su propia familia. Pues bien: mi hija, de un tiempo a esta parte, ha…
Y se detuvo. Pero el viejo Fischer continuó, rabioso:
—De un tiempo a esta parte ha abierto las puertas de la casa paterna a un socialista asesino, que declara cínicamente que no tendría empacho en robarle cualquier cosa a un rico. Y aquí está todo el asunto: aquí tiene usted al hombre rico… que ya no lo es tanto.
—Si quiere usted ver el interior de mi cabeza, no hay inconveniente —dijo Brown como con aburrimiento—. Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único que encuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: que los que roban diamantes no hablan nunca de socialismo, sino que más bien —añadió modestamente—, más bien denuncian al socialismo.
Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sacerdote continuó:
—Vean ustedes: nosotros conocemos a esa gente más o menos bien. Este socialista es incapaz de robar un diamante, como es incapaz de robar una pirámide. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, en el que hizo de policía: en ese Florian. Y, a propósito, me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.
Pantalón se levantó entonces de un salto, y salió del estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante el cual el millonario se quedó mirando al sacerdote, y éste mirando su breviario. Después Pantalón reapareció, y dijo con un staccato lleno de gravedad.
—El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se ha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido.
El padre Brown soltó su breviario y dejó ver una expresión como de ruina mental completa. Poco a poco comenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos grises, y después dejó salir esta pregunta difícilmente oportuna:
—Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que murió su esposa?
—¡Mi esposa! —replicó el militar asombrado—. Murió hace un año y dos meses. Su hermano James, que venía a verla, llegó una semana más tarde.
El curita saltó como un conejo herido.
—¡Vengan ustedes! —dijo con extraña excitación—; ¡vengan ustedes! Hay que observar a ese policía.
Y entraron precipitadamente al escenario, cubierto ahora por el telón, y rompiendo bruscamente por entre Colombina y el clown —que a la sazón cuchicheaban muy alegres—, el padre Brown se inclinó sobre el cuerpo derribado del policía.
—Cloroformo —dijo incorporándose—. Apenas ahora me he dado cuenta.
Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con mucha lentitud, le dijo:
—Haga usted el favor de explicarnos lo que significa todo esto.
El padre Brown soltó la risa; después se contuvo, y al hablar tuvo que esforzarse un poco para no reír otra vez.
—Señores —dijo—, no hay tiempo de hablar mucho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Pero conste que este gran actor francés que tan admirablemente representó el policía, este inteligentísimo sujeto a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arrojó al suelo, era…
—¿Era…? —preguntó Fischer.
—Un verdadero policía —concluyó el padre Brown, y echó a correr entre la oscuridad de la noche.
En el extremo de aquel exuberante jardín hay huecos y emparrados; los laureles y otros arbustos inmortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la luna de plata, luciendo, aun en mitad del invierno, los cálidos colores del Sur. La verde alegría de los laureles cabeceantes, el rico tono morado e índigo de la noche, el cristal monstruoso de la luna, forman un cuadro «irresponsablemente» romántico. Y por entre las ramas más altas de los árboles mírase una extraña figura que no parece ya tan romántica cuanto imposible. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestida con un millón de lunas. La luna real la ilumina a cada movimiento, haciendo centellear una nueva parte de su cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante y triunfal, saltando del árbol más pequeño que está en este jardín al árbol más alto que sobresale en el vecino jardín; y sólo se detiene en sus saltos porque una sombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menor y se ha dirigido a él inequívocamente:
—¡Eh, Flambeau! —dice la voz—. Que parece usted realmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva, quiere decir una estrella que cae.
La relampagueante y argentada figura parece inclinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a la pequeña figura de abajo, con la seguridad de poder escapar en todo caso.
—Flambeau nunca ha hecho usted cosa más acabada. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supongo que con un billete de París) justamente una semana después de la muerte de Mrs. Adams, es decir, cuando nadie estaba en ánimo de preguntarle a usted nada. Todavía es más inteligente el haber dado con la pista de las «Estrellas Errantes» y fijar el día de la visita de Fischer. Pero lo demás ya es más que talento: es verdadero genio. Supongo que el mero hecho de sustraer las piedras fue para usted una bagatela. Lo pudo usted hacer con mil distintos juegos de manos, sin contar con ese subterfugio de empeñarse en prenderle a Fischer en el chaqué una cola de papel. Pero en lo demás, realmente se eclipsó usted a sí mismo.
La plateada figura que estaba entre las hojas verdes parece hipnotizada, y aunque el camino de la fuga está franco a sus pies, no se mueve: no hace más que contemplar con asombro al hombre que le habla desde abajo.
—¡Ah, naturalmente! —dice éste—. Ya estoy al cabo de todo. Sé que no sólo nos obligó usted a representar la pantomima, sino que la hizo servir para un doble uso. Usted no se proponía más que robar tranquilamente las piedras, pero un cómplice le envió a decir a usted que ya estaba usted descubierto, y que aquella misma noche un oficial de policía le iba a echar a usted la mano.
Un ratero común se habría conformado con agradecer el soplo y ponerse a salvo; pero usted es todo un poeta. Y a usted se le había ocurrido la sutil idea de esconder las joyas verdaderas entre el resplandor de las joyas falsas del teatro. Y ahora se le ocurrió a usted la idea, no menos sutil, de que si el disfraz adoptado era el de Arlequín, la aparición de un policía no tendría nada de extraordinario. El digno agente salía de la estación de policía de Putney para atraparle a usted, y cayó redondo en la trampa más ingeniosa que ha visto el mundo. Al abrirse ante él la puerta, se encontró sobre el escenario de una pantomima de Navidad, donde fue posible que el danzante Arlequín le golpeara, le sacudiera, le aturdiera y le narcotizara, entre los alaridos de risa de la gente más respetable de Putney. ¡Oh, no! No será usted capaz de hacer nunca otra cosa mejor. Y ahora, de paso, conviene que me devuelva usted esos diamantes.
La verde rama en que la figura centelleante estaba colgada se balanceó, acusando un movimiento de sorpresa.
Pero la voz continuó, abajo:
—Quiero que me los devuelva usted, Flambeau, y quiero que abandone usted esta vida. Todavía tiene usted bastante juventud, buen humor y posibilidades de vida honrada. No crea usted que semejantes riquezas le han de durar mucho si continúa usted así. Los hombres han podido establecer una especie de nivel para el bien. Pero, ¿quién ha sido capaz de establecer el nivel del mal? Ése es un camino que baja y baja incesantemente. El hombre bondadoso que se embriaga se vuelve cruel; el hombre sincero que mata, miente después de ocultarlo. Muchos hombres he conocido yo que comenzaron, como usted, por ser unos picarillos alegres, unos honestos ladronzuelos de gente rica, y acabaron hundidos en el cieno. Maurice Blum comenzó siendo un anarquista de principios, un padre de los pobres, y acabó siendo un sucio espía, un soplón de todos, que unos y otros empleaban y desdeñaban. Henry Burke comenzó su campaña por la libertad del dinero con bastante sinceridad, y ahora vive estafando a una hermana medio arruinada para poder dedicarse incesantemente al brandy and soda. Lord Amber entró en la sociedad ilegal en un rapto caballeresco, y a estas horas se dedica a hacer chantajes por cuenta de los más miserables buitres de Londres. El capitán Barillon era, antes del advenimiento de usted, el caballero apache más brillante, y paró en un manicomio, aullando lleno de pavor contra los delatores y encubridores que le habían traicionado y perdido. Ya sé, Flambeau, que ante usted se abre muy libre el campo; ya sé que se puede usted meter por él como un mono. Pero un día se encontrará usted con que es un viejo mono gris, Flambeau. Y entonces, en su libre campo se encontrará usted con el corazón frío y sintiendo próxima la muerte, y entonces las copas de los árboles estarán muy desnudas… Todo permaneció inmóvil, como si el hombrecillo de abajo tuviera cogido al del árbol con un lazo invisible.
Y la voz continuó:
—Ya usted ha comenzado también a decaer. Usted acostumbraba a jactarse de que nunca cometía una ruindad; pero esta noche ha incurrido usted en una ruindad: deja usted tras de sí la sospecha contra un honrado muchacho que ya se tiene bien ganada la enemiga de los poderosos; usted le separa de la mujer a quien ama y de quien es amado. Pero todavía cometerá usted peores ruindades en adelante.
Tres diamantes como tres rayos cayeron sobre el césped, lanzados desde la copa del árbol. El hombre pequeñín se inclinó a recogerlos, y cuando volvió a alzar los ojos hacia la verde jaula del árbol, vio que ya el pájaro de plata la había abandonado.
La recuperación de las joyas —y le tocó realizarla al padre Brown, de casualidad, como siempre— fue la causa de que aquella noche acabara en jubiloso triunfo. Sir Leopold, en un rapto de buen humor, hasta se atrevió a decirle al cura que aunque él, en lo personal, tenía miras mucho más amplias, no era incapaz de respetar a aquellos que, en razón de su credo, estaban obligados a vivir como enclaustrados e ignorantes de las cosas del mundo.


viernes, 10 de agosto de 2018

ACTIVIDAD - EL CARBUNCLO AZUL

 GÉNERO POLICIAL 

ACTIVIDAD

1) ¿QUIÉN ES EL NARRADOR EN ESTE RELATO? ¿EN QUE PERSONA LO HACE?

2) ¿CÓMO DETERMINA S. HOLMES LAS CARACTERÍSTICAS DEL DUEÑO DEL GANSO?

3) ¿CÓMO SE DA CUENTA S. HOLMES QUE EL DUEÑO DEL GANSO NO TIENE NADA QUE VER CON EL ROBO?

4) ¿QUÉ ARGUMENTA S. HOLMES CUANDO DEJA EN LIBERTAD AL LADRÓN?

EL CARBUNCLO AZUL
DE ARTHUR CONAN DOYLE

Dos días después de la Navidad, pasé a visitar a mi amigo Sherlock Holmes con la intención de transmitirle las felicitaciones propias de la época. Lo encontré tumbado en el sofá, con una bata morada, el colgador de las pipas a su derecha y un montón de periódicos arrugados, que evidentemente acababa de estudiar, al alcance de la mano. Al lado del sofá había una silla de madera, y de una esquina de su respaldo colgaba un sombrero de fieltro ajado y mugriento, gastadísimo por el uso y roto por varias partes. Una lupa y unas pinzas dejadas sobre el asiento indicaban que el sombrero había sido colgado allí con el fin de examinarlo.

-Veo que está usted ocupado -dije-. ¿Le interrumpo?

-Nada de eso. Me alegro de tener un amigo con el que poder comentar mis conclusiones. Se trata de un caso absolutamente trivial -señaló con el pulgar el viejo sombrero-, pero algunos detalles relacionados con él no carecen por completo de interés, e incluso resultan instructivos.

Me senté en su butaca y me calenté las manos en la chimenea, pues estaba cayendo una buena helada y los cristales estaban cubiertos de placas de hielo.

-Supongo -comenté- que, a pesar de su aspecto inocente, ese objeto tendrá una historia terrible… o tal vez es la pista que le guiará a la solución de algún misterio y al castigo de algún delito.

-No, qué va. Nada de crímenes -dijo Sherlock Holmes, echándose a reír-. Tan sólo uno de esos incidentes caprichosos que suelen suceder cuando tenemos cuatro millones de seres humanos apretujados en unas pocas millas cuadradas. Entre las acciones y reacciones de un enjambre humano tan numeroso, cualquier combinación de acontecimientos es posible, y pueden surgir muchos pequeños problemas que resultan extraños y sorprendentes, sin tener nada de delictivo. Ya hemos tenido experiencias de ese tipo.

-Ya lo creo -comenté-. Hasta el punto de que, de los seis últimos casos que he añadido a mis archivos, hay tres completamente libres de delito, en el aspecto legal.

-Exacto. Se refiere usted a mi intento de recuperar los papeles de Irene Adler, al curioso caso de la señorita Mary Sutherland, y a la aventura del hombre del labio retorcido. Pues bien, no me cabe duda de que este asuntillo pertenece a la misma categoría inocente. ¿Conoce usted a Peterson, el recadero?

-Sí.

-Este trofeo le pertenece.

-¿Es su sombrero?

-No, no, lo encontró. El propietario es desconocido. Le ruego que no lo mire como un sombrerucho desastrado, sino como un problema intelectual. Veamos, primero, cómo llegó aquí. Llegó la mañana de Navidad, en compañía de un ganso cebado que, no me cabe duda, ahora mismo se está asando en la cocina de Peterson. Los hechos son los siguientes. A eso de las cuatro de la mañana del día de Navidad, Peterson, que, como usted sabe, es un tipo muy honrado, regresaba de alguna pequeña celebración y se dirigía a su casa bajando por Tottenham Court Road. A la luz de las farolas vio a un hombre alto que caminaba delante de él, tambaleándose un poco y con un ganso blanco al hombro. Al llegar a la esquina de Goodge Street, se produjo una trifulca entre este desconocido y un grupillo de maleantes. Uno de éstos le quitó el sombrero de un golpe; el desconocido levantó su bastón para defenderse y, al enarbolarlo sobre su cabeza, rompió el escaparate de la tienda que tenía detrás. Peterson había echado a correr para defender al desconocido contra sus agresores, pero el hombre, asustado por haber roto el escaparate y viendo una persona de uniforme que corría hacia él, dejó caer el ganso, puso pies en polvorosa y se desvaneció en el laberinto de callejuelas que hay detrás de Tottenham Court Road. También los matones huyeron al ver aparecer a Peterson, que quedó dueño del campo de batalla y también del botín de guerra, formado por este destartalado sombrero y un impecable ejemplar de ganso de Navidad.

-¿Cómo es que no se los devolvió a su dueño?

-Mi querido amigo, en eso consiste el problema. Es cierto que en una tarjetita atada a la pata izquierda del ave decía «Para la señora de Henry Baker», y también es cierto que en el forro de este sombrero pueden leerse las iniciales «H. B.»; pero como en esta ciudad nuestra existen varios miles de Bakers y varios cientos de Henry Bakers, no resulta nada fácil devolverle a uno de ellos sus propiedades perdidas.

-¿Y qué hizo entonces Peterson?

-La misma mañana de Navidad me trajo el sombrero y el ganso, sabiendo que a mí me interesan hasta los problemas más insignificantes. Hemos guardado el ganso hasta esta mañana, cuando empezó a dar señales de que, a pesar de la helada, más valía comérselo sin retrasos innecesarios. Así pues, el hombre que lo encontró se lo ha llevado para que cumpla el destino final de todo ganso, y yo sigo en poder del sombrero del desconocido caballero que se quedó sin su cena de Navidad.

-¿No puso ningún anuncio?

-No.

-¿Y qué pistas tiene usted de su identidad?

-Sólo lo que podemos deducir.

-¿De su sombrero?

-Exactamente.

-Está usted de broma. ¿Qué se podría sacar de esa ruina de fieltro?

-Aquí tiene mi lupa. Ya conoce usted mis métodos. ¿Qué puede deducir usted referente a la personalidad del hombre que llevaba esta prenda?

Tomé el pingajo en mis manos y le di un par de vueltas de mala gana. Era un vulgar sombrero negro de copa redonda, duro y muy gastado. El forro había sido de seda roja, pero ahora estaba casi completamente descolorido. No llevaba el nombre del fabricante, pero, tal como Holmes había dicho, tenía garabateadas en un costado las iniciales «H. B.». El ala tenía presillas para sujetar una goma elástica, pero faltaba ésta. Por lo demás, estaba agrietado, lleno de polvo y cubierto de manchas, aunque parecía que habían intentado disimular las partes descoloridas pintándolas con tinta.

-No veo nada -dije, devolviéndoselo a mi amigo.

-Al contrario, Watson, lo tiene todo a la vista. Pero no es capaz de razonar a partir de lo que ve. Es usted demasiado tímido a la hora de hacer deducciones.

-Entonces, por favor, dígame qué deduce usted de este sombrero.

Lo cogió de mis manos y lo examinó con aquel aire introspectivo tan característico.

-Quizás podría haber resultado más sugerente -dijo-, pero aun así hay unas cuantas deducciones muy claras, y otras que presentan, por lo menos, un fuerte saldo de probabilidad. Por supuesto, salta a la vista que el propietario es un hombre de elevada inteligencia, y también que hace menos de tres años era bastante rico, aunque en la actualidad atraviesa malos momentos. Era un hombre previsor, pero ahora no lo es tanto, lo cual parece indicar una regresión moral que, unida a su declive económico, podría significar que sobre él actúa alguna influencia maligna, probablemente la bebida. Esto podría explicar también el hecho evidente de que su mujer ha dejado de amarle.

-¡Pero… Holmes, por favor!

-Sin embargo, aún conserva un cierto grado de amor propio -continuó, sin hacer caso de mis protestas-. Es un hombre que lleva una vida sedentaria, sale poco, se encuentra en muy mala forma física, de edad madura, y con el pelo gris, que se ha cortado hace pocos días y en el que se aplica fijador. Éstos son los datos más aparentes que se deducen de este sombrero. Además, dicho sea de paso, es sumamente improbable que tenga instalación de gas en su casa.

-Se burla usted de mí, Holmes.

-Ni muchos menos. ¿Es posible que aún ahora, cuando le acabo de dar los resultados, sea usted incapaz de ver cómo los he obtenido?

-No cabe duda de que soy un estúpido, pero tengo que confesar que soy incapaz de seguirle. Por ejemplo: ¿de dónde saca que el hombre es inteligente?

A modo de respuesta, Holmes se encasquetó el sombrero en la cabeza. Le cubría por completo la frente y quedó apoyado en el puente de la nariz.

-Cuestión de capacidad cúbica -dijo-. Un hombre con un cerebro tan grande tiene que tener algo dentro.

-¿Y su declive económico?

-Este sombrero tiene tres años. Fue por entonces cuando salieron estas alas planas y curvadas por los bordes. Es un sombrero de la mejor calidad. Fíjese en la cinta de seda con remates y en la excelente calidad del forro. Si este hombre podía permitirse comprar un sombrero tan caro hace tres años, y desde entonces no ha comprado otro, es indudable que ha venido a menos.

-Bueno, sí, desde luego eso está claro. ¿Y eso de que era previsor, y lo de la regresión moral?

Sherlock Holmes se echó a reír.

-Aquí está la precisión -dijo, señalando con el dedo la presilla para enganchar la goma sujetasombreros-. Ningún sombrero se vende con esto. El que nuestro hombre lo hiciera poner es señal de un cierto nivel de previsión, ya que se tomó la molestia de adoptar esta precaución contra el viento. Pero como vemos que desde entonces se le ha roto la goma y no se ha molestado en cambiarla, resulta evidente que ya no es tan previsor como antes, lo que demuestra claramente que su carácter se debilita. Por otra parte, ha procurado disimular algunas de las manchas pintándolas con tinta, señal de que no ha perdido por completo su amor propio.

-Desde luego, es un razonamiento plausible.

-Los otros detalles, lo de la edad madura, el cabello gris, el reciente corte de pelo y el fijador, se advierten examinando con atención la parte inferior del forro. La lupa revela una gran cantidad de puntas de cabello, limpiamente cortadas por la tijera del peluquero. Todos están pegajosos, y se nota un inconfundible olor a fijador. Este polvo, fíjese usted, no es el polvo gris y terroso de la calle, sino la pelusilla parda de las casas, lo cual demuestra que ha permanecido colgado dentro de casa la mayor parte del tiempo; y las manchas de sudor del interior son una prueba palpable de que el propietario transpira abundantemente y, por lo tanto, difícilmente puede encontrarse en buena forma física.

-Pero lo de su mujer… dice usted que ha dejado de amarle.

-Este sombrero no se ha cepillado en semanas. Cuando le vea a usted, querido Watson, con polvo de una semana acumulado en el sombrero, y su esposa le deje salir en semejante estado, también sospecharé que ha tenido la desgracia de perder el cariño de su mujer.

-Pero podría tratarse de un soltero.

-No, llevaba a casa el ganso como ofrenda de paz a su mujer. Recuerde la tarjeta atada a la pata del ave.

-Tiene usted respuesta para todo. Pero ¿cómo demonios ha deducido que no hay instalación de gas en su casa?

-Una mancha de sebo, e incluso dos, pueden caer por casualidad; pero cuando veo nada menos que cinco, creo que existen pocas dudas de que este individuo entra en frecuente contacto con sebo ardiendo; probablemente, sube las escaleras cada noche con el sombrero en una mano y un candil goteante en la otra. En cualquier caso, un aplique de gas no produce manchas de sebo. ¿Está usted satisfecho?

-Bueno, es muy ingenioso -dije, echándome a reír-. Pero, puesto que no se ha cometido ningún delito, como antes decíamos, y no se ha producido ningún daño, a excepción del extravío de un ganso, todo esto me parece un despilfarro de energía.

Sherlock Holmes había abierto la boca para responder cuando la puerta se abrió de par en par y Peterson el recadero entró en la habitación con el rostro enrojecido y una expresión de asombro sin límites.

-¡El ganso, señor Holmes! ¡El ganso, señor! -decía jadeante.

-¿Eh? ¿Qué pasa con él? ¿Ha vuelto a la vida y ha salido volando por la ventana de la cocina? -Holmes rodó sobre el sofá para ver mejor la cara excitada del hombre.

-¡Mire, señor! ¡Vea lo que ha encontrado mi mujer en el buche! -extendió la mano y mostró en el centro de la palma una piedra azul de brillo deslumbrador, bastante más pequeña que una alubia, pero tan pura y radiante que centelleaba como una luz eléctrica en el hueco oscuro de la mano.

Sherlock Holmes se incorporó lanzando un silbido.

-¡Por Júpiter, Peterson! -exclamó-. ¡A eso le llamo yo encontrar un tesoro! Supongo que sabe lo que tiene en la mano.

-¡Un diamante, señor! ¡Una piedra preciosa! ¡Corta el cristal como si fuera masilla!

-Es más que una piedra preciosa. Es la piedra preciosa.

-¿No se referirá al carbunclo azul de la condesa de Morcar? -exclamé yo.

-Precisamente. No podría dejar de reconocer su tamaño y forma, después de haber estado leyendo el anuncio en el Times tantos días seguidos. Es una piedra absolutamente única, y sobre su valor sólo se pueden hacer conjeturas, pero la recompensa que se ofrece, mil libras esterlinas, no llega ni a la vigésima parte de su precio en el mercado.

-¡Mil libras! ¡Santo Dios misericordioso! -el recadero se desplomó sobre una silla, mirándonos alternativamente a uno y a otro.

-Ésa es la recompensa, y tengo razones para creer que existen consideraciones sentimentales en la historia de esa piedra que harían que la condesa se desprendiera de la mitad de su fortuna con tal de recuperarla.

-Si no recuerdo mal, desapareció en el hotel Cosmopolitan -comenté.

-Exactamente, el 22 de diciembre, hace cinco días. John Horner, fontanero, fue acusado de haberla sustraído del joyero de la señora. Las pruebas en su contra eran tan sólidas que el caso ha pasado ya a los tribunales. Creo que tengo por aquí un informe -rebuscó entre los periódicos, consultando las fechas, hasta que seleccionó uno, lo dobló y leyó el siguiente párrafo:



«Robo de joyas en el hotel Cosmopolitan. John Horner, de 26 años, fontanero, ha sido detenido bajo la acusación de haber sustraído, el 22 del corriente, del joyero de la condesa de Morcar, la valiosa piedra conocida como “el carbunclo azul”. James Ryder, jefe de servicio del hotel, declaró que el día del robo había conducido a Horner al gabinete de la condesa de Morcar, para que soldara el segundo barrote de la rejilla de la chimenea, que estaba suelto. Permaneció un rato junto a Horner, pero al cabo de algún tiempo tuvo que ausentarse. Al regresar comprobó que Horner había desaparecido, que el escritorio había sido forzado y que el cofrecillo de tafilete en el que, según se supo luego, la condesa acostumbraba a guardar la joya, estaba tirado, vacío, sobre el tocador. Ryder dio la alarma al instante, y Horner fue detenido esa misma noche, pero no se pudo encontrar la piedra en su poder ni en su domicilio. Catherine Cusack, doncella de la condesa, declaró haber oído el grito de angustia que profirió Ryder al descubrir el robo, y haber corrido a la habitación, donde se encontró con la situación ya descrita por el anterior testigo. El inspector Bradstreet, de la División B, confirmó la detención de Horner, que se resistió violentamente y declaró su inocencia en los términos más enérgicos. Al existir constancia de que el detenido había sufrido una condena anterior por robo, el magistrado se negó a tratar sumariamente el caso, remitiéndolo a un tribunal superior. Horner, que dio muestras de intensa emoción durante las diligencias, se desmayó al oír la decisión y tuvo que ser sacado de la sala.»

-¡Hum! Hasta aquí, el informe de la policía -dijo Holmes, pensativo-. Ahora, la cuestión es dilucidar la cadena de acontecimientos que van desde un joyero desvalijado, en un extremo, al buche de un ganso en Tottenham Court Road, en el otro. Como ve, Watson, nuestras pequeñas deducciones han adquirido de pronto un aspecto mucho más importante y menos inocente. Aquí está la piedra; la piedra vino del ganso y el ganso vino del señor Henry Baker, el caballero del sombrero raído y todas las demás características con las que le he estado aburriendo. Así que tendremos que ponernos muy en serio a la tarea de localizar a este caballero y determinar el papel que ha desempeñado en este pequeño misterio. Y para eso, empezaremos por el método más sencillo, que sin duda consiste en poner un anuncio en todos los periódicos de la tarde. Si esto falla, recurriremos a otros métodos.

-¿Qué va usted a decir?

-Deme un lápiz y esa hoja de papel. Vamos a ver: «Encontrados un ganso y un sombrero negro de fieltro en la esquina de Goodge Street. El señor Henry Baker puede recuperarlos presentándose esta tarde a las 6,30 en el 221 B de Baker Street». Claro y conciso.

-Mucho. Pero ¿lo verá él?

-Bueno, desde luego mirará los periódicos, porque para un hombre pobre se trata de una pérdida importante. No cabe duda de que se asustó tanto al romper el escaparate y ver acercarse a Peterson que no pensó más que en huir; pero luego debe de haberse arrepentido del impulso que le hizo soltar el ave. Pero además, al incluir su nombre nos aseguramos de que lo vea, porque todos los que le conozcan se lo harán notar. Aquí tiene, Peterson, corra a la agencia y que inserten este anuncio en los periódicos de la tarde.

-¿En cuáles, señor?

-Oh, pues en el Globe, el Star, el Pall Mall, la St.James Gazette, el Evening News, el Standard, el Echo y cualquier otro que se le ocurra.

-Muy bien, señor. ¿Y la piedra?

-Ah, sí, yo guardaré la piedra. Gracias. Y oiga, Peterson, en el camino de vuelta compre un ganso y tráigalo aquí, porque tenemos que darle uno a este caballero a cambio del que se está comiendo su familia.

Cuando el recadero se hubo marchado, Holmes levantó la piedra y la miró al trasluz.

-¡Qué maravilla! -dijo-. Fíjese cómo brilla y centellea. Por supuesto, esto es como un imán para el crimen, lo mismo que todas las buenas piedras preciosas. Son el cebo favorito del diablo. En las piedras más grandes y más antiguas, se puede decir que cada faceta equivale a un crimen sangriento. Esta piedra aún no tiene ni veinte años de edad. La encontraron a orillas del río Amoy, en el sur de China, y presenta la particularidad de poseer todas las características del carbunclo, salvo que es de color azul en lugar de rojo rubí. A pesar de su juventud, ya cuenta con un siniestro historial. Ha habido dos asesinatos, un atentado con vitriolo, un suicidio y varios robos, todo por culpa de estos doce kilates de carbón cristalizado. ¿Quién pensaría que tan hermoso juguete es un proveedor de carne para el patíbulo y la cárcel? Lo guardaré en mi caja fuerte y le escribiré unas líneas a la condesa, avisándole de que lo tenemos.

-¿Cree usted que ese Horner es inocente?

-No lo puedo saber.

-Entonces, ¿cree usted que este otro, Henry Baker, tiene algo que ver con el asunto?

-Me parece mucho más probable que Henry Baker sea un hombre completamente inocente, que no tenía ni idea de que el ave que llevaba valía mucho más que si estuviera hecha de oro macizo. No obstante, eso lo comprobaremos mediante una sencilla prueba si recibimos respuesta a nuestro anuncio.

-¿Y hasta entonces no puede hacer nada?

-Nada.

-En tal caso, continuaré mi ronda profesional, pero volveré esta tarde a la hora indicada, porque me gustaría presenciar la solución a un asunto tan embrollado.

-Encantado de verle. Cenaré a las siete. Creo que hay becada. Por cierto que, en vista de los recientes acontecimientos, quizás deba decirle a la señora Hudson que examine cuidadosamente el buche.

Me entretuve con un paciente, y era ya más tarde de las seis y media cuando pude volver a Baker Street. Al acercarme a la casa vi a un hombre alto con boina escocesa y chaqueta abotonada hasta la barbilla, que aguardaba en el brillante semicírculo de luz de la entrada. Justo cuando yo llegaba, la puerta se abrió y nos hicieron entrar juntos a los aposentos de Holmes.

-El señor Henry Baker, supongo -dijo Holmes, levantándose de su butaca y saludando al visitante con aquel aire de jovialidad espontánea que tan fácil le resultaba adoptar-. Por favor, siéntese aquí junto al fuego, señor Baker. Hace frío esta noche, y veo que su circulación se adapta mejor al verano que al invierno. Ah, Watson, llega usted muy a punto. ¿Es éste su sombrero, señor Baker?

-Sí, señor, es mi sombrero, sin duda alguna.

Era un hombre corpulento, de hombros cargados, cabeza voluminosa y un rostro amplio e inteligente, rematado por una barba puntiaguda, de color castaño canoso. Un toque de color en la nariz y las mejillas, junto con un ligero temblor en su mano extendida, me recordaron la suposición de Holmes acerca de sus hábitos. Su levita, negra y raída, estaba abotonada hasta arriba, con el cuello alzado, y sus flacas muñecas salían de las mangas sin que se advirtieran indicios de puños ni de camisa. Hablaba en voz baja y entrecortada, eligiendo cuidadosamente sus palabras, y en general daba la impresión de un hombre culto e instruido, maltratado por la fortuna.

-Hemos guardado estas cosas durante varios días -dijo Holmes- porque esperábamos ver un anuncio suyo, dando su dirección. No entiendo cómo no puso usted el anuncio.

Nuestro visitante emitió una risa avergonzada.

-No ando tan abundante de chelines como en otros tiempos -dijo-. Estaba convencido de que la pandilla de maleantes que me asaltó se había llevado mi sombrero y el ganso. No tenía intención de gastar más dinero en un vano intento de recuperarlos.

-Es muy natural. A propósito del ave… nos vimos obligados a comérnosla.

-¡Se la comieron! -nuestro visitante estaba tan excitado que casi se levantó de la silla.

-Sí; de no hacerlo no le habría aprovechado a nadie. Pero supongo que este otro ganso que hay sobre el aparador, que pesa aproximadamente lo mismo y está perfectamente fresco, servirá igual de bien para sus propósitos.

-¡Oh, desde luego, desde luego! -respondió el señor Baker con un suspiro de alivio.

-Por supuesto, aún tenemos las plumas, las patas, el buche y demás restos de su ganso, así que si usted quiere…

El hombre se echó a reír de buena gana.

-Podrían servirme como recuerdo de la aventura -dijo-, pero aparte de eso, no veo de qué utilidad me iban a resultar los disjecta membra de mi difunto amigo. No, señor, creo que, con su permiso, limitaré mis atenciones a la excelente ave que veo sobre el aparador.

Sherlock Holmes me lanzó una intensa mirada de reojo, acompañada de un encogimiento de hombros.

-Pues aquí tiene usted su sombrero, y aquí su ave -dijo-. Por cierto, ¿le importaría decirme dónde adquirió el otro ganso? Soy bastante aficionado a las aves de corral y pocas veces he visto una mejor criada.

-Desde luego, señor -dijo Baker, que se había levantado, con su recién adquirida propiedad bajo el brazo-. Algunos de nosotros frecuentamos el mesón Alpha, cerca del museo… Durante el día, sabe usted, nos encontramos en el museo mismo. Este año, el patrón, que se llama Windigate, estableció un Club del Ganso, en el que, pagando unos pocos peniques cada semana, recibiríamos un ganso por Navidad. Pagué religiosamente mis peniques, y el resto ya lo conoce usted. Le estoy muy agradecido, señor, pues una boina escocesa no resulta adecuada ni para mis años ni para mi carácter discreto.

Con cómica pomposidad, nos dedicó una solemne reverencia y se marchó por su camino.

-Con esto queda liquidado el señor Henry Baker -dijo Holmes, después de cerrar la puerta tras él-. Es indudable que no sabe nada del asunto. ¿Tiene usted hambre, Watson?

-No demasiada.

-Entonces, le propongo que aplacemos la cena y sigamos esta pista mientras aún esté fresca.

-Con mucho gusto.

Hacía una noche muy cruda, de manera que nos pusimos nuestros gabanes y nos envolvimos el cuello con bufandas. En el exterior, las estrellas brillaban con luz fría en un cielo sin nubes, y el aliento de los transeúntes despedía tanto humo como un pistoletazo. Nuestras pisadas resonaban fuertes y secas mientras cruzábamos el barrio de los médicos, Wimpole Street, Harley Street y Wigmore Street, hasta desembocar en Oxford Street. Al cabo de un cuarto de hora nos encontrábamos en Bloomsbury, frente al mesón Alpha, que es un pequeño establecimiento público situado en la esquina de una de las calles que se dirigen a Holborn. Holmes abrió la puerta del bar y pidió dos vasos de cerveza al dueño, un hombre de cara colorada y delantal blanco.

-Su cerveza debe de ser excelente, si es tan buena como sus gansos -dijo.

-¡Mis gansos! -el hombre parecía sorprendido.

-Sí. Hace tan sólo media hora, he estado hablando con el señor Henry Baker, que es miembro de su Club del Ganso.

-¡Ah, ya comprendo! Pero, verá usted, señor, los gansos no son míos.

-¿Ah, no? ¿De quién son, entonces?

-Bueno, le compré las dos docenas a un vendedor de Covent Garden.

-¿De verdad? Conozco a algunos de ellos. ¿Cuál fue?

-Se llama Breckinridge.

-¡Ah! No le conozco. Bueno, a su salud, patrón, y por la prosperidad de su casa. Buenas noches.

-Y ahora, vamos por el señor Breckinridge -continuó, abotonándose el gabán mientras salíamos al aire helado de la calle-. Recuerde, Watson, que aunque tengamos a un extremo de la cadena una cosa tan vulgar como un ganso, en el otro tenemos un hombre que se va a pasar siete años de trabajos forzados, a menos que podamos demostrar su inocencia. Es posible que nuestra investigación confirme su culpabilidad; pero, en cualquier caso, tenemos una línea de investigación que la policía no ha encontrado y que una increíble casualidad ha puesto en nuestras manos. Sigámosla hasta su último extremo. ¡Rumbo al sur, pues, y a paso ligero!

Atravesamos Holborn, bajando por Endell Street, y zigzagueamos por una serie de callejuelas hasta llegar al mercado de Covent Garden. Uno de los puestos más grandes tenía encima el rótulo de Breckinridge, y el dueño, un hombre con aspecto de caballo, de cara astuta y patillas recortadas, estaba ayudando a un muchacho a echar el cierre.

-Buenas noches, y fresquitas -dijo Holmes.

El vendedor asintió y dirigió una mirada inquisitiva a mi compañero.

-Por lo que veo, se le han terminado los gansos -continuó Holmes, señalando los estantes de mármol vacíos.

-Mañana por la mañana podré venderle quinientos.

-Eso no me sirve.

-Bueno, quedan algunos que han cogido olor a gas.

-Oiga, que vengo recomendado.

-¿Por quién?

-Por el dueño del Alpha.

-Ah, sí. Le envié un par de docenas.

-Y de muy buena calidad. ¿De dónde los sacó usted?

Ante mi sorpresa, la pregunta provocó un estallido de cólera en el vendedor.

-Oiga usted, señor -dijo con la cabeza erguida y los brazos en jarras-. ¿Adónde quiere llegar? Me gustan las cosas claritas.

-He sido bastante claro. Me gustaría saber quién le vendió los gansos que suministró al Alpha.

-Y yo no quiero decírselo. ¿Qué pasa?

-Oh, la cosa no tiene importancia. Pero no sé por qué se pone usted así por una nimiedad.

-¡Me pongo como quiero! ¡Y usted también se pondría así si le fastidiasen tanto como a mí! Cuando pago buen dinero por un buen artículo, ahí debe terminar la cosa. ¿A qué viene tanto «¿Dónde están los gansos?» y «¿A quién le ha vendido los gansos?» y «¿Cuánto quiere usted por los gansos?» Cualquiera diría que no hay otros gansos en el mundo, a juzgar por el alboroto que se arma con ellos.

-Le aseguro que no tengo relación alguna con los que le han estado interrogando -dijo Holmes con tono indiferente-. Si no nos lo quiere decir, la apuesta se queda en nada. Pero me considero un entendido en aves de corral y he apostado cinco libras a que el ave que me comí es de campo.

-Pues ha perdido usted sus cinco libras, porque fue criada en Londres -atajó el vendedor.

-De eso, nada.

-Le digo yo que sí.

-No le creo.

-¿Se cree que sabe de aves más que yo, que vengo manejándolas desde que era un mocoso? Le digo que todos los gansos que le vendí al Alpha eran de Londres.

-No conseguirá convencerme.

-¿Quiere apostar algo?

-Es como robarle el dinero, porque me consta que tengo razón. Pero le apuesto un soberano, sólo para que aprenda a no ser tan terco.

El vendedor se rió por lo bajo y dijo:

-Tráeme los libros, Bill.

El muchacho trajo un librito muy fino y otro muy grande con tapas grasientas, y los colocó juntos bajo la lámpara.

-Y ahora, señor Sabelotodo -dijo el vendedor-, creía que no me quedaban gansos, pero ya verá cómo aún me queda uno en la tienda. ¿Ve usted este librito?

-Sí, ¿y qué?

-Es la lista de mis proveedores. ¿Ve usted? Pues bien, en esta página están los del campo, y detrás de cada nombre hay un número que indica la página de su cuenta en el libro mayor. ¡Veamos ahora! ¿Ve esta otra página en tinta roja? Pues es la lista de mis proveedores de la ciudad. Ahora, fíjese en el tercer nombre. Léamelo.

-Señora Oakshott,117 Brixton Road… 249 -leyó Holmes.

-Exacto. Ahora, busque esa página en el libro mayor. Holmes buscó la página indicada.

-Aquí está: señora Oakshott, 117 Brixton Road, proveedores de huevos y pollería.

-Muy bien. ¿Cuáles la última entrada?

-Veintidós de diciembre. Veinticuatro gansos a siete chelines y seis peniques.

-Exacto. Ahí lo tiene. ¿Qué pone debajo?

-Vendidos al señor Windigate, del Alpha, a doce chelines.

-¿Qué me dice usted ahora?

Sherlock Holmes parecía profundamente disgustado. Sacó un soberano del bolsillo y lo arrojó sobre el mostrador, retirándose con el aire de quien está tan fastidiado que incluso le faltan las palabras. A los pocos metros se detuvo bajo un farol y se echó a reír de aquel modo alegre y silencioso tan característico en él.

-Cuando vea usted un hombre con patillas recortadas de ese modo y el «Pink’Up» asomándole del bolsillo, puede estar seguro de que siempre se le podrá sonsacar mediante una apuesta -dijo-. Me atrevería a decir que si le hubiera puesto delante cien libras, el tipo no me habría dado una información tan completa como la que le saqué haciéndole creer que me ganaba una apuesta. Bien, Watson, me parece que nos vamos acercando al foral de nuestra investigación, y lo único que queda por determinar es si debemos visitar a esta señora Oakshott esta misma noche o si lo dejamos para mañana. Por lo que dijo ese tipo tan malhumorado, está claro que hay otras personas interesadas en el asunto, aparte de nosotros, y yo creo…

Sus comentarios se vieron interrumpidos de pronto por un fuerte vocerío procedente del puesto que acabábamos de abandonar. Al darnos la vuelta, vimos a un sujeto pequeño y con cara de rata, de pie en el centro del círculo de luz proyectado por la lámpara colgante, mientras Breckinridge, el tendero, enmarcado en la puerta de su establecimiento, agitaba ferozmente sus puños en dirección a la figura encogida del otro.

-¡Ya estoy harto de ustedes y sus gansos! -gritaba-. ¡Váyanse todos al diablo! Si vuelven a fastidiarme con sus tonterías, les soltaré el perro. Que venga aquí la señora Oakshott y le contestaré, pero ¿a usted qué le importa? ¿Acaso le compré a usted los gansos?

-No, pero uno de ellos era mío -gimió el hombrecillo.

-Pues pídaselo a la señora Oakshott.

-Ella me dijo que se lo pidiera a usted.

-Pues, por mí, se lo puede ir a pedir al rey de Prusia. Yo ya no aguanto más. ¡Largo de aquí!

Dio unos pasos hacia delante con gesto feroz y el preguntón se esfumó entre las tinieblas.

-Ajá, esto puede ahorrarnos una visita a Brixton Road -susurró Holmes-. Venga conmigo y veremos qué podemos sacarle a ese tipo.

Avanzando a largas zancadas entre los reducidos grupillos de gente que aún rondaban en torno a los puestos iluminados, mi compañero no tardó en alcanzar al hombrecillo y le tocó con la mano en el hombro. El individuo se volvió bruscamente y pude ver a la luz de gas que de su cara había desaparecido todo rastro de color.

-¿Quién es usted? ¿Qué quiere? -preguntó con voz temblorosa.

-Perdone usted -dijo Holmes en tono suave-, pero no he podido evitar oír lo que le preguntaba hace un momento al tendero, y creo que yo podría ayudarle.

-¿Usted? ¿Quién es usted? ¿Cómo puede saber nada de este asunto?

-Me llamo Sherlock Holmes, y mi trabajo consiste en saber lo que otros no saben.

-Pero usted no puede saber nada de esto.

-Perdone, pero lo sé todo. Anda usted buscando unos gansos que la señora Oakshott, de Brixton Road, vendió a un tendero llamado Breckinridge, y que éste a su vez vendió al señor Windigate, del Alpha, y éste a su club, uno de cuyos miembros es el señor Henry Baker.

-Ah, señor, es usted el hombre que yo necesito -exclamó el hombrecillo, con las manos extendidas y los dedos temblorosos-. Me sería difícil explicarle el interés que tengo en este asunto.

Sherlock Holmes hizo señas a un coche que pasaba.

-En tal caso, lo mejor sería hablar de ello en una habitación confortable, y no en este mercado azotado por el viento -dijo-. Pero antes de seguir adelante, dígame por favor a quién tengo el placer de ayudar.

El hombre vaciló un instante.

-Me llamo John Robinson -respondió, con una mirada de soslayo.

-No, no, el nombre verdadero -dijo Holmes en tono amable-. Siempre resulta incómodo tratar de negocios con un alias.

Un súbito rubor cubrió las blancas mejillas del desconocido.

-Está bien, mi verdadero nombre es James Ryder.

-Eso es. Jefe de servicio del hotel Cosmopolitan. Por favor, suba al coche y pronto podré informarle de todo lo que desea saber.

El hombrecillo se nos quedó mirando con ojos medio asustados y medio esperanzados, como quien no está seguro de si le aguarda un golpe de suerte o una catástrofe. Subió por fin al coche, y al cabo de media hora nos encontrábamos de vuelta en la sala de estar de Baker Street. No se había pronunciado una sola palabra durante todo el trayecto, pero la respiración agitada de nuestro nuevo acompañante y su continuo abrir y cerrar de manos hablaban bien a las claras de la tensión nerviosa que le dominaba.

-¡Henos aquí! -dijo Holmes alegremente cuando penetramos en la habitación-. Un buen fuego es lo más adecuado para este tiempo. Parece que tiene usted frío, señor Ryder. Por favor, siéntese en el sillón de mimbre. Permita que me ponga las zapatillas antes de zanjar este asuntillo suyo. ¡Ya está! ¿Así que quiere usted saber lo que fue de aquellos gansos?

-Sí, señor.

-O más bien, deberíamos decir de aquel ganso. Me parece que lo que le interesaba era un ave concreta… blanca, con una franja negra en la cola.

Ryder se estremeció de emoción.

-¡Oh, señor! -exclamó-. ¿Puede usted decirme dónde fue a parar?

-Aquí.

-¿Aquí?

-Sí, y resultó ser un ave de lo más notable. No me extraña que le interese tanto. Como que puso un huevo después de muerta… el huevo azul más pequeño, precioso y brillante que jamás se ha visto. Lo tengo aquí en mi museo.

Nuestro visitante se puso en pie, tambaleándose, y se agarró con la mano derecha a la repisa de la chimenea. Holmes abrió su caja fuerte y mostró el carbunclo azul, que brillaba como una estrella, con un resplandor frío que irradiaba en todas direcciones. Ryder se lo quedó mirando con las facciones contraídas, sin decidirse entre reclamarlo o negar todo conocimiento del mismo.

-Se acabó el juego, Ryder -dijo Holmes muy tranquilo-. Sosténgase, hombre, que se va a caer al fuego. Ayúdele a sentarse, Watson. Le falta sangre fría para meterse en robos impunemente. Dele un trago de brandy. Así. Ahora parece un poco más humano. ¡Menudo mequetrefe, ya lo creo!

Durante un momento había estado a punto de desplomarse, pero el brandy hizo subir un toque de color a sus mejillas, y permaneció sentado, mirando con ojos asustados a su acusador.

-Tengo ya en mis manos casi todos los eslabones y las pruebas que podría necesitar, así que es poco lo que puede usted decirme. No obstante, hay que aclarar ese poco para que el caso quede completo. ¿Había usted oído hablar de esta piedra de la condesa de Morcar, Ryder?

-Fue Catherine Cusack quien me habló de ella -dijo el hombre con voz cascada.

-Ya veo. La doncella de la señora. Bien, la tentación de hacerse rico de golpe y con facilidad fue demasiado fuerte para usted, como lo ha sido antes para hombres mejores que usted; pero no se ha mostrado muy escrupuloso en los métodos empleados. Me parece, Ryder, que tiene usted madera de bellaco miserable. Sabía que ese pobre fontanero, Horner, había estado complicado hace tiempo en un asunto semejante, y que eso le convertiría en el blanco de todas las sospechas. ¿Y qué hizo entonces? Usted y su cómplice Cusack hicieron un pequeño estropicio en el cuarto de la señora y se las arreglaron para que hiciesen llamar a Horner. Y luego, después de que Horner se marchara, desvalijaron el joyero, dieron la alarma e hicieron detener a ese pobre hombre. A continuación…

De pronto, Ryder se dejó caer sobre la alfombra y se agarró a las rodillas de mi compañero.

-¡Por amor de Dios, tenga compasión! -chillaba-. ¡Piense en mi padre! ¡En mi madre! Esto les rompería el corazón. Jamás hice nada malo antes, y no lo volveré a hacer. ¡Lo juro! ¡Lo juro sobre la Biblia! ¡No me lleve a los tribunales! ¡Por amor de Cristo, no lo haga!

-¡Vuelva a sentarse en la silla! -dijo Holmes rudamente-. Es muy bonito eso de llorar y arrastrarse ahora, pero bien poco pensó usted en ese pobre Horner, preso por un delito del que no sabe nada.

-Huiré, señor Holmes. Saldré del país. Así tendrán que retirar los cargos contra él.

-¡Hum! Ya hablaremos de eso. Y ahora, oigamos la auténtica versión del siguiente acto. ¿Cómo llegó la piedra al buche del ganso, y cómo llegó el ganso al mercado público? Díganos la verdad, porque en ello reside su única esperanza de salvación.

Ryder se pasó la lengua por los labios resecos.

-Le diré lo que sucedió, señor -dijo-. Una vez detenido Horner, me pareció que lo mejor sería esconder la piedra cuanto antes, porque no sabía en qué momento se le podía ocurrir a la policía registrarme a mí y mi habitación. En el hotel no había ningún escondite seguro. Salí como si fuera a hacer un recado y me fui a casa de mi hermana, que está casada con un tipo llamado Oakshott y vive en Brixton Road, donde se dedica a engordar gansos para el mercado. Durante todo el camino, cada hombre que veía se me antojaba un policía o un detective, y aunque hacía una noche bastante fría, antes de llegar a Brixton Road me chorreaba el sudor por toda la cara. Mi hermana me preguntó qué me ocurría para estar tan pálido, pero le dije que estaba nervioso por el robo de joyas en el hotel. Luego me fui al patio trasero, me fumé una pipa y traté de decidir qué era lo que más me convenía hacer.

»En otros tiempos tuve un amigo llamado Maudsley que se fue por el mal camino y acaba de cumplir condena en Pentonville. Un día nos encontramos y se puso a hablarme sobre las diversas clases de ladrones y cómo se deshacían de lo robado. Sabía que no me delataría, porque yo conocía un par de asuntillos suyos, así que decidí ir a Kilburn, que es donde vive, y confiarle mi situación. Él me indicará cómo convertir la piedra en dinero. Pero ¿cómo llegar hasta él sin contratiempos? Pensé en la angustia que había pasado viniendo del hotel, pensando que en cualquier momento me podían detener y registrar, y que encontrarían la piedra en el bolsillo de mi chaleco. En aquel momento estaba apoyado en la pared, mirando a los gansos que correteaban alrededor de mis pies, y de pronto se me ocurrió una idea para burlar al mejor detective que haya existido en el mundo.

»Unas semanas antes, mi hermana me había dicho que podía elegir uno de sus gansos como regalo de Navidad, y yo sabía que siempre cumplía su palabra. Cogería ahora mismo mi ganso y en su interior llevaría la piedra hasta Kilburn. Había en el patio un pequeño cobertizo, y me metí detrás de él con uno de los gansos, un magnífico ejemplar, blanco y con una franja en la cola. Lo sujeté, le abrí el pico y le metí la piedra por el gaznate, tan abajo como pude llegar con los dedos. El pájaro tragó, y sentí la piedra pasar por la garganta y llegar al buche. Pero el animal forcejeaba y aleteaba, y mi hermana salió a ver qué ocurría. Cuando me volví para hablarle, el bicho se me escapó y regresó dando un pequeño vuelo entre sus compañeros.

»-¿Qué estás haciendo con ese ganso, Jem? -preguntó mi hermana.

»-Bueno -dije-, como dijiste que me ibas a regalar uno por Navidad, estaba mirando cuál es el más gordo.

»-Oh, ya hemos apartado uno para ti -dijo ella-. Lo llamamos el ganso de Jem. Es aquel grande y blanco. En total hay veintiséis; o sea, uno para ti, otro para nosotros y dos docenas para vender.

»-Gracias, Maggie -dije yo-. Pero, si te da lo mismo, prefiero ese otro que estaba examinando.

»-El otro pesa por lo menos tres libras más -dijo ella-, y lo hemos engordado expresamente para ti.

»-No importa. Prefiero el otro, y me lo voy a llevar ahora -dije.

»-Bueno, como quieras -dijo ella, un poco mosqueada-. ¿Cuál es el que dices que quieres?

»-Aquel blanco con una raya en la cola, que está justo en medio.

»-De acuerdo. Mátalo y te lo llevas.

»Así lo hice, señor Holmes, y me llevé el ave hasta Kilburn. Le conté a mi amigo lo que había hecho, porque es de la clase de gente a la que se le puede contar una cosa así. Se rió hasta partirse el pecho, y luego cogimos un cuchillo y abrimos el ganso. Se me encogió el corazón, porque allí no había ni rastro de la piedra, y comprendí que había cometido una terrible equivocación. Dejé el ganso, corrí a casa de mi hermana y fui derecho al patio. No había ni un ganso a la vista.

»-¿Dónde están todos, Maggie? -exclamé.

»-Se los llevaron a la tienda.

»-¿A qué tienda?

»-A la de Breckinridge, en Covent Garden.

»-¿Había otro con una raya en la cola, igual que el que yo me llevé? -pregunté.

»-Sí, Jem, había dos con raya en la cola. Jamás pude distinguirlos.

»Entonces, naturalmente, lo comprendí todo, y corrí a toda la velocidad de mis piernas en busca de ese Breckinridge; pero ya había vendido todo el lote y se negó a decirme a quién. Ya le han oído ustedes esta noche. Pues todas las veces ha sido igual. Mi hermana cree que me estoy volviendo loco. A veces, yo también lo creo. Y ahora… ahora soy un ladrón, estoy marcado, y sin haber llegado a tocar la riqueza por la que vendí mi buena fama. ¡Que Dios se apiade de mí! ¡Que Dios se apiade de mí!

Estalló en sollozos convulsivos, con la cara oculta entre las manos.

Se produjo un largo silencio, roto tan sólo por su agitada respiración y por el rítmico tamborileo de los dedos de Sherlock Holmes sobre el borde de la mesa. Por fin, mi amigo se levantó y abrió la puerta de par en par.

-¡Váyase! -dijo.

-¿Cómo, señor? ¡Oh! ¡Dios le bendiga!

-Ni una palabra más. ¡Fuera de aquí!

Y no hicieron falta más palabras. Hubo una carrera precipitada, un pataleo en la escalera, un portazo y el seco repicar de pies que corrían en la calle.

-Al fin y al cabo, Watson -dijo Holmes, estirando la mano en busca de su pipa de arcilla-, la policía no me paga para que cubra sus deficiencias. Si Horner corriera peligro, sería diferente, pero este individuo no declarará contra él, y el proceso no seguirá adelante. Supongo que estoy indultando a un delincuente, pero también es posible que esté salvando un alma. Este tipo no volverá a descarriarse. Está demasiado asustado. Métalo en la cárcel y lo convertirá en carne de presidio para el resto de su vida. Además, estamos en época de perdonar. La casualidad ha puesto en nuestro camino un problema de lo más curioso y extravagante, y su solución es recompensa suficiente. Si tiene usted la amabilidad de tirar de la campanilla, doctor, iniciaremos otra investigación, cuyo tema principal será también un ave de corral.