viernes, 21 de septiembre de 2018

ACTIVIDAD - EL NUTRIERO

 COMPRENSIÓN LECTORA 

SOBRE EL NUTRIERO DE LODOBÓN GARRA

1) BUSCAR LAS PALABRAS RELACIONADAS CON EL SIGUIENTE CAMPO SEMÁNTICO:

A) NUTRIERO:

2) BUSCAR LOS HIPÓNIMOS DE LOS SIGUIENTES HIEPERÓNIMOS:

A) PLANTAS:
B) ANIMALES:

3) IDENTIFICAR Y TRANSCRIBIR DEL TEXTO:

A) UNA ONOMATOPEYA
B) UNA SERIE ORDENADA

miércoles, 12 de septiembre de 2018

EL CUENTO REALISTA

 REALISMO 

DEFINICIÓN

Los cuentos realistas son narraciones basadas en hechos reales, o imitados de la realidad, cuya principal condición es la verosimilitud.

ORIGEN

Junto a las narraciones maravillosas más antiguas aparecen otras con caracteres realistas manifiestos. Este tipo de relato se cultivó siempre, en todas las literaturas y en todos los tiempos y especialmente a partir de las últimas décadas del siglo XIX, cuando alcanza su mayor difusión.

CARACTERÍSTICAS

En el cuento realista, los elementos y las situaciones están tomados de la realidad, que es el medio concreto en que se desarrolla la vida del hombre.
El autor, al narrar, se coloca o intenta colocarse en una posición objetiva. Es decir, que no quiere reflejar ni sus opiniones, porque su intención es retratar sin deformar. Por eso, los escritores realistas prefieren las formas de la narrativa y el teatro que les permiten mantener la objetividad. Utilizan la tercera persona gramatical y adoptan la perspectiva de autor omnisciente.
El hecho narrado pretende dar impresión de vida real y, aunque no haya sucedido, adquiere características de verosimilitud. A veces el autor parte de un hecho ocurrido en el pasado, recogido o no por la historia, para producir en el lector la impresión de posible y creíble. Sin embargo, en la mayoría de los casos la realidad observada, los personajes y los temas son contemporáneos al autor y la anécdota es un mero pretexto para el estudio de caracteres y costumbres.
Los personajes también son verosímiles. Se constituyen en tipos, que sintetizan las características más comunes a un grupo. Son, además, una imitación de seres existentes y cotidianos y se encuentran descriptos con más pormenores que en otras clases de relatos.
En el cuento realista el espacio adquiere mayor importancia. Aparece determinado con gran presición con el objeto de crear una atmósfera, un clima de ralidad. Para ello, los autores recurren a la descripción detallada, especialmente de interiores y objetos, como fruto de la observación directa y minuciosa.
La acción se desarrolla en un tiempo lineal y cronológico que, en ocasiones, se indica con exactitud.
En su afán de verosimilitud el escritor realista reproduce el lenguaje de los personajes, hablas locales, modismos, formas coloquiales.

CONCLUSIÓN

En resumen, el cuento realista es una presentación seria y aún trágica de la vida de todos los días. Con estos caracteres nace en la última década del siglo pasado y se sigue cultivando hasta ahora con pocas variantes.

lunes, 10 de septiembre de 2018

CUENTO - LOS CRÍMENES DE LONDRES (CON ACTIVIDAD)

 GÉNERO POLICIAL 

Los Crímenes De Londres
(A la manera de Arthur Conan Doyle)
Por Conrado Nalé Roxlo


La mañana del 16 de enero de 18…, Sherlock Holmes se sentó alegremente a tomar el desayuno. [...].
-¿Hay algo interesante en el diario?
-El diario viene tan estúpido como de costumbre, pero algo me anuncia… -dejó la frase en suspenso y se precipitó a una ventana. Observó un instante la calle y luego me llamó:
-¿Qué ve usted, Watson?
-Niebla y un policeman que se pasea tranquilo como si todos los delincuentes de Londres hubieran sido ahorcados ayer.
-Watson, es usted un legañoso incapaz de ver nada que valga la pena. ¿No ve usted aquel hombre, que parece ocultar algo bajo el impermeable amarillo?
-¿Ese que cruza la calle y parece venir hacia esta casa?
-El mismo. Y ahora escúcheme bien, amigo Watson; ese hombre no trae nada bueno.
-Me parece cara conocida…
-Habrá visto usted su prontuario. Esperemos.
El hombre misterioso entró en el portal de nuestra casa y a poco volvió a salir; se acercó a la puerta de una casa de enfrente, penetró en el portal y a los pocos instantes lo vimos reaparecer y doblar en la esquina.
-Voy a darle alcance-dijo mi maestro […]. Desde la ventana lo vi doblar la misma esquina que el misterio desconocido del impermeable amarillo. Presa de gran inquietud, me puse a hacer un solitario para calmar mis nervios mientras esperaba el regreso del gran detective. Una hora después estaba ante mí, pero tan cubierto de barro, que tardé mucho en reconocerlo. Se cambió de ropa, sin decir palabra luego tomó su violín y ejecutó una tarantela, señal de que estaba muy preocupado. Yo guardaba un respetuoso silencio. Por fin dejó el instrumento en el paragüero y me dijo:
-Watson, ese hombre se me ha escapado.
-Lo sospechaba.
-Veo con placer, Watson, que su inteligencia se despierta.
Aquellas palabras en su boca me llenaron de satisfacción, pues era siempre muy parco en los elogios. Animado por su aprobación, me atreví a preguntarle:
-¿El barro de que venía cubierto?...
-Es el barro de Londres. Alguien puso en mi camino esto, resbalé y caí. ¿Sabe lo que es esto, Watson?
-Una cáscara de banana.
-Ahora siga usted mi razonamiento. En la casa de enfrente a la que penetró como a la nuestra el siniestro personaje del impermeable amarillo, vive Lord Brandy, cuyo padre fue casado en primeras nupcias con Manolita Gutiérrez, noble dama española, cuyo abuelo vivió largos años en la isla de Cuba. Ahora bien, la banana es una fruta que abunda en la isla de Cuba. ¿Ve usted la relación que existe entre los dos hechos?
Quedé un momento abismado en la admiración que me producía su claridad mental, y luego exclamé:
-¡Ah!...
-Ahora, dígame, Watson. ¿Qué le parece la actitud de ese policeman,ante cuyos ojos ocurren hechos criminales como el que nos ocupa y permanece indiferente? ¿No cree usted que el misterioso desconocido del impermeable amarillo debe tener cómplices poderosos, tal vez dentro del mismo Scotland Yard?
-Ese asunto se complica, pero si el hombre fuera inocente…
-¿Cree usted que me habría lanzado sobre su pista? No, Watson, ese desconocido no ha podido traer nada bueno. Llame usted a nuestra patrona.
Pocos instantes después entraba nuestra fiel hospedera secándose las manos. […].
-Señora, se trata de un asunto muy grave, están en juego la vida, el dinero y el honor de muchas personas, y por eso le ruego que haga memoria: ¿Vio usted hace aproximadamente dos horas a un hombre misterioso, que oculto por un impermeable amarillo penetró sigilosamente en el portal de esta casa?
-Sí, señor Holmes.
-¿Y no notó usted nada extraño en su actitud?
-No, señor Holmes, era el de siempre.
-¿Le ha visto usted otras veces?
-Hace un año lo veo todos los días.
Holmes dio un salto en la silla y fijó sus ojos de milano en los mansos ojos de la mujer que, como hipnotizada, agregó:
-Es el lechero, hace un año que deja todos los días su botella de leche.
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero la expresión grave del rostro de Holmes me contuvo.
-Traiga usted esa leche-ordenó. Cuando se la trajeron, se encerró en su laboratorio, y no salió hasta bien entrada la noche. Yo comí solo, hondamente preocupado por aquel asunto, que era uno de los más extraños casos que se nos habían presentado en los cinco últimos años.
Holmes me invitó a ir al teatro y durante toda la función estuvo alegre como un escolar. Cuando regresamos a casa me dijo:
-Watson, ¿Qué le dije yo cuando vimos por primera vez al misterioso personaje del piloto amarillo?
-Que ese hombre no podía traer nada bueno.
-Y así es, querido Watson, he analizado la leche y contiene un treinta y cinco por ciento de agua y un quince por ciento de cal. ¿Tenía o no razón?
Una vez más tuve que inclinarme ante el genio de Sherlock Holmes.


Actividad

1) Buscar en el texto pistas (frases, palabras) que permitan determinar lugar (país, ciudad) donde se desarrolla la historia.

2) Identificar al narrador y responder: 

A) ¿Se menciona su nombre?
B) ¿Se desempeña como observador o participa de los acontecimientos?
C) ¿Qué siente el narrador ante las cualidades de Holmes? Justificar con citas.

3) ¿El relato es humorístico? ¿De qué se ríe el autor? ¿Se puede decir que este relato es una parodia o no alcanza a serlo?

4) ¿En el texto hay un enigma para resolver? Justifiquen la respuesta. ¿Se relaciona con los enigmas del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle?

5) ¿Por qué el autor colocó en el título de su cuento: "A la manera de Arthur Conan Doyle"?

LA BIOGRAFÍA - CERVANTES SAAVEDRA

VIDA DE MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

Mocedad y viajes: Miguel de Cervantes Saavedra nació en 1.547 en Alcalá de Henares como uno de los siete hijos que tuvo el cirujano Rodrigo de Cervantes Saavedra. En su mocedad le tocó recorre varias ciudades, en las que su padre intentó procurar el sustento necesario para su numerosa prole. En 1.568 se encontraba en Madrid como discípulo del humanista López de Hoyos, hasta que pasó luego a Italia al servicio del cardenal Acquaviva y se alistó en la galera "Marquesa", a bordo de la cual tomó parte en la batalla de Lepanto.

Desventuras y cautiverio: herido en el pecho y en la mano izquierda inutilizada, emprendió su regreso a España, pero su nave fue asaltada por piratas berberiscos, que le llevaron a Argel, donde permaneció cautivo por cinco años. Rescatado por los frailes trinitarios, regresó a España en 1.580. En 1.584 se casó con Catalina Salazar y pidió un cargo en la administración pública, que consiguió tras una larga espera, pero por un error de cuentas, cometido por uno de sus subordinados, terminó pasando un tiempo en la cárcel de Sevilla.

Apuros económicos y fecundidad ceradora: en 1.603 recuperó su libertad mediante el pago de una fianza y pasó a Valladolid, donde un nuevo incidente desgraciado -el asesinato de un caballero ante la puerta de su casa- lo llevó a tener nuevas complicaciones judiciales. Durante todo este período, llevó una vida de estrecheces económicas; pero aún así, esta época se destacó por ser la más fecunda desde lo literario. Pasó sus últimos días en Madrid hasta su muerte, acontecida el 23 de abril de 1.616.

LA BIOGRAFÍA Y SUS VARIANTES

LA BIOGRAFÍA

Es la exposición de la vida de un hombre considerado representativo para el pensamiento y la sensibilidad de una época. La biografía justamente rescata de esa existencia acciones y aspectos que permiten valorar su trayectoria.

Origen

Como forma artística se encuentra entre la narración histórica y la literaria. Se ha cultivado desde la antigüedad porque el hombre siempre comprendió que la necesidad de conservar para la posteridad un destino humano ejemplar y único. En rigor, podríamos afirmar que la historia de todos los pueblos comienza por ser un conjunto de biografías de sus reyes y jefes. En estos primeros documentos debemos distinguir entre la crónica, simple enumeración objetiva de hechos y campañas, y la biografía, que muestra de un modo subjetivo una trayectoria individual dentro de los acontecimientos. Ese elemento subjetivo es la base de toda auténtica biografía. Por ejemplo: se pueden citar las biografías que escribieron Suetonio y Plutarco. La primera biografía en el sentido moderno es "La vida de Dante Alighieri" de Boccacio. Con el progreso de las ciencias históricas en el siglo XIX esta forma alcanza mayor difusión. En nuesto país, Bartolomé Mitre, en sus obras "Historia de Belgrano y de la Independencia argentina" e "Historia de San Martín y de la Emancipación sudamericana" incluyó las biografías de estos próceres. De modo semejante Ricardo Rojas presentó a San Martín en "El Santo de la Espada". Igualmente destacada mención merecen las "Vidas argentinas", de Octavio R. Amadeo. En nuestro siglo, la pasicología y otras disciplinas anexas permitieron un conocimiento más profundo del hombre; así es como la biografía no muestra tatnolos hechos externos sino las tensiones y los procesos internos de sus protagonistas.

Fuente: Introducción literaria II - Editorial Estrada

sábado, 8 de septiembre de 2018

CUENTO - LA TINAJA (CON ACTIVIDAD)

 REALISMO 

La tinaja (1909)
(“La giara”)


Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)

Aquella cosecha había sido abundante también en olivas. Ramas fructíferas, cargadas el año anterior, habían conseguido fortalecerse pese a la niebla que las había acechado mientras florecían.
Zirafa, que en su finca de las Quote, en Primosole, tenía muchos olivos, previendo que los cinco viejas tinajas de barro esmaltado, que guardaba en el sótano, no serían suficientes para contener todo el aceite de la nueva cosecha, había encargado tiempo atrás una sexta tinaja, de mayor capacidad, en Santo Stefano di Camastra, donde se fabricaban: que fuera alto hasta el pecho de un hombre, barrigón y majestuoso, para que actuara como el padre prior de los otros cinco.
Pero se había peleado con el fabricante. ¿Y con quién no se peleaba don Lollò Zirafa? Por cualquier nadería, incluso por una pequeña piedra caída de un muro, incluso por una brizna de paja, pedía a gritos que le ensillaran la mula para correr a la ciudad e iniciar las prácticas legales para la denuncia. A fuerza de papel sellado y de honorarios de abogados, citando a Mengano y a Fulano y pagando siempre todos los gastos, casi se había arruinado.
Decían que su consultor legal, cansado de que apareciera dos o tres veces por semana, para librarse de él, le había regalado un librito parecido a los de la misa: el código penal, para que él mismo intentara encontrar el fundamento jurídico de los litigios en que quería involucrarse.
Antes, para burlarse de él, todas las personas con quienes se metía le decían: «¡Pida que le ensillen la mula!», ahora, en cambio, le repetían: «¡Consulte su chuleta!».
Y don Lollò contestaba:
—¡Seguro que lo haré, y os fulminaré a todos, hijos de perra!
Aquella tinaja nuevo, que le había costado cuatro onzas contantes y sonantes, mientras aguardaba un lugar adecuado en el sótano, fue colocado provisionalmente en el lagar. Una tinaja así era algo inaudito. En aquel antro impregnado de olor a mosto y del hedor agrio y crudo de los lugares sin aire y sin luz, daba pena.
Dos días antes había empezado la varea de las aceitunas y don Lollò estaba colérico porque no sabía cómo repartir su tiempo. No sabía de quién ocuparse primero, entre los hombres que habían venido para la varea y los que traían las mulas cargadas de fimo, para depositarlo en montones por la costa, de cara a la siembra de habas de la nueva estación. Y blasfemaba como un turco, amenazando con fulminar a este o a aquel si cada montón de fimo no tenía las mismas dimensiones o si faltaba una aceituna —una sola aceituna—, como si antes las hubiera contado, una por una, en los olivos. Con el sombrero blanco, los brazos y el pecho descubiertos, el rostro acalorado y bañado en sudor, corría de un lado para el otro, con sus ojos de lobo, frotándose con rabia sus mejillas afeitadas, donde la barba prepotente brotaba pese al rasurado de la navaja.
Al final del tercer día, tres de los campesinos que habían vareado aceitunas, al entrar en el lagar para depositar las escaleras y las cañas, se quedaron sorprendidos al ver la nueva y hermosa tinaja rajada en dos partes, como si alguien, de un único corte que recorría toda la amplitud de la barriga, hubiera cortado la parte delantera.
—¡Mirad! ¡Mirad!
—¿Quién habrá sido?
—¡Oh, madre mía! ¿Y quién lo aguanta ahora a don Lollò? ¡La tinaja nueva, qué lástima!
El primer campesino, más asustado que el resto, propuso que cerraran la puerta y que se fueran en silencio, dejando las escaleras y las cañas apoyadas en el muro, afuera. Pero el segundo dijo:
—¿Estáis locos? ¿Con don Lollò? Sería capaz de decir que se la hemos roto nosotros. Quedémonos aquí.
Salió del lagar y, poniéndose las manos a ambos lados de la boca para amplificar el sonido de su voz, llamó:
—¡Don Lollò! ¡Ay, don Lollòoo!
Zirafa estaba con los hombres que descargaban fimo: gesticulaba como siempre, furiosamente, calándose de vez en cuando con ambas manos el sombrero blanco en la cabeza, tan fuerte que a veces no podía quitárselo después. En el cielo se apagaban los últimos fuegos del crepúsculo y, en la paz que descendía sobre el campo con las sombras de la noche y la dulce frescura, destacaban los gestos de aquel hombre siempre enfadado.
—¡Don Lollò! ¡Ay, don Lollòoo!
Cuando subió y vio el desastre, pareció que enloquecía. Se lanzó primero contra aquellos tres, aferró a uno por la garganta y lo estampó contra la pared, gritando:
—¡Por la sangre de la Virgen, que me lo pagarás!
Aferrado a su vez por los otros dos, trastornados en sus rostros térreos y bestiales, dirigió contra sí mismo su furibunda rabia, arrojó al suelo su sombrero, se golpeó las mejillas, pataleando y despotricando como los que lloran a un pariente muerto:
—¡La tinaja nueva! ¡Una tinaja de cuatro onzas! ¡Todavía sin estrenar!
¡Quería saber quién se la había roto! ¿Era posible que se hubiera roto sola? ¡Alguien, por fuerza, tenía que haberla roto, por infamia o por envidia! Pero ¿cuándo? ¿Cómo? ¡No había señal de violencia alguna! ¿Acaso había llegado rota de la fábrica? ¡No, que no! ¡Sonaba como una campana!
Apenas los campesinos vieron que el primer enfado se había evaporado, empezaron a exhortarlo a calmarse. La tinaja se podía reparar. No se había roto de mala manera. Sólo una raja. Un buen alfarero la arreglaría. Justamente Zi’ Dima Licasi había descubierto una resina milagrosa, de la cual guardaba celosamente el secreto: una resina que, una vez seca, vencería a cualquier martillo. Si don Lollò quería, Zi’ Dima Licasi podía venir mañana al amanecer y en un momento la tinaja estaría mejor que antes.
Ante aquellas exhortaciones don Lollò decía que no, que era inútil, que ya no había remedio alguno; pero finalmente se dejó persuadir, y al día siguiente, al amanecer, puntual, se presentó en Primosole Zi’ Dima Licasi, con la canasta de herramientas a cuestas.
Era un viejo cojo, con las articulaciones deformes y nudosas, como una antigua rama de olivo sarraceno. Para sacarle una palabra de la boca se necesitaba un garfio. Había desdén o tristeza radicados en su cuerpo deforme, y también desconfianza porque nadie podía comprender ni apreciar justamente su mérito de inventor, todavía sin patente. Zi’ Dima Licasi quería que hablaran los hechos. Además tenía que protegerse para que no le robaran su secreto.
—Enséñeme esa famosa resina —le dijo enseguida don Lollò, después de haberlo observado detenidamente, con desconfianza.
Zi’ Dima negó con la cabeza, muy digno.
—La verá en la obra.
—Pero ¿saldrá bien?
Zi’ Dima puso la cesta en el suelo, sacó un grueso y viejo pañuelo de algodón rojo, que estaba enrollado; empezó a desenrollarlo lentamente, entre la atención y la curiosidad de todos los presentes, y cuando finalmente sacó un par de gafas con el arco y las patillas rotas, remendadas con hilo bramante, él suspiró y los demás se rieron. Zi’ Dima no se inmutó, se limpió los dedos antes de coger las gafas, se las puso, luego empezó a examinar con mucha gravedad la tinaja, que había sido trasladada a la era. Dijo:
—Saldrá bien.
—Pero sólo con la resina —confesó Zirafa— no me fío. También quiero unos puntos.
—Me voy —contestó Zi’ Dima sin más palabras, levantándose y cargando de nuevo la cesta en los hombros.
Don Lollò lo sujetó por un brazo.
—¿Adónde va? Señor cerdo, ¿así me trata usted? ¡Mira tú qué aires de Carlomagno! Miserable burro, tengo que poner aceite ahí dentro, ¡y el aceite transpira! Un corte de una milla, ¿quiere repararlo sólo con resina? Quiero puntos con hilo de hierro. Resina y puntos. Aquí mando yo.
Zi’ Dima cerró los ojos, apretó los labios y sacudió la cabeza. ¡Todos eran iguales! Le estaba negado el placer de realizar un trabajo limpio, escrupulosamente realizado según las reglas del arte, y dar prueba de las virtudes de su resina.
—Si la tinaja —dijo— no suena de nuevo como una campana…
—No oigo nada —lo interrumpió don Lollò—. ¡Los puntos! Pago resina y puntos. ¿Cuánto le debo?
—Sólo con la resina…
—¡Por Dios, qué cabeza tan dura! —exclamó Zirafa—. ¿Acaso no me entiende? He dicho que quiero puntos. Nos entenderemos cuando termine el trabajo, ahora no tengo tiempo que perder.
Y se fue, para ocuparse de sus hombres.
Zi’ Dima se puso manos a la obra, inflamado de ira y de rabia. Y su ira y su rabia crecieron ante cada agujero que practicaba con el taladro en la tinaja y en la parte que se había despegado, para que pasara el hilo de hierro de la costura. Acompañaba el ruido del taladro con gruñidos cada vez más frecuentes y más fuertes, y su rostro se volvía más verde por la bilis y sus ojos más agudos y encendidos por la irritación. Cuando terminó aquella primera operación, lanzó con rabia el taladro a la cesta; aplicó la parte despegada a la tinaja para comprobar que los agujeros se encontraran a la misma distancia y que se correspondieran en ambas partes, luego con las tenazas cortó tantos pedazos de hilo de hierro como puntos tenía que coser, y le pidió ayuda a uno de los campesinos que vareaban.
—¡Ánimo, Zi’ Dima! —le dijo aquel, viendo su rostro alterado.
Zi’ Dima levantó una mano en un gesto rabioso. Abrió la caja de hojalata que contenía la resina y la levantó, removiéndola, como si se la ofreciera a Dios, porque los hombres no querían reconocer sus virtudes. Luego, con el dedo, empezó a untar el borde de la parte despegada y la superficie a lo largo del corte, cogió las tenazas y los pedazos de hilo de hierro que había preparado antes, y entró en la barriga abierta de la tinaja, ordenándole al campesino que aplicara la otra parte, tal como unos minutos antes había hecho él. Antes de empezar a coser los puntos, le dijo al campesino desde el interior de la tinaja:
—¡Tira! ¡Tira con todas tus fuerzas! ¿Ves que no se despega? ¡Maldito quien no se lo crea! ¡Golpea, golpea! ¿Suena, si o no, como una campana, incluso conmigo dentro? ¡Ve, ve a decírselo a tu amo!
—¡Quien está arriba, manda, Zi’ Dima —suspiró el campesino—, y quien está abajo, obedece! Cosa los puntos.
Y Zi’ Dima hizo pasar cada pedacito de hilo de hierro por los dos agujeros contiguos, uno a cada lado de la soldadura, y cerró los extremos con las tenazas. Necesitó una hora para coser todos los puntos. Sudaba como una fuente en el interior de la tinaja. Mientras trabajaba, maldecía por su mala suerte. Y el campesino, desde fuera, lo consolaba.
—Ahora ayúdame a salir —dijo finalmente Zi’ Dima.
Pero aquella tinaja era tan amplia de barriga como estrecha de cuello. Zi’ Dima, por el enfado, no se había dado cuenta de ello. Ahora intentaba salir y no lo conseguía. Y el campesino, en lugar de ayudarlo, se retorcía de la risa. Atrapado en la tinaja que él mismo había reparado y que ahora —no había otra manera— tenía que romperse de nuevo (y para siempre) para que él pudiera salir.
Ante las risas y los gritos, acudió don Lollò. Zi’ Dima, en la tinaja, parecía un gato rabioso.
—¡Déjenme salir! —gritaba—. ¡Por los clavos de Cristo, quiero salir! ¡Enseguida! ¡Ayuda!
Al principio don Lollò se quedó aturdido, no podía creer lo que veía.
—¿Cómo? ¿Adentro? ¿La ha cosido consigo dentro?
Se acercó a la tinaja y le gritó al viejo:
—¿Ayuda? ¿Y qué ayuda puedo darle yo? Viejo tonto, ¿cómo? ¿No tenía que tomar las medidas antes? Inténtelo, saque un brazo… así… y la cabeza… arriba… ¡No, despacio! ¡Espere! ¡Así no! Abajo, abajo… ¿Cómo lo ha hecho? ¿Y ahora? La tinaja… ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma! —les decía a todos los presentes, como si fueran los demás y no él quienes estuvieran a punto de perderla—. ¡Mi cabeza echa humo! ¡Calma! Es un caso nuevo… ¡La mula!
Golpeó la tinaja con los nudillos. De verdad sonaba como una campana.
—¡Muy bien! Como nueva… ¡Espere! —le dijo al prisionero—. ¡Ensilla la mula! —le ordenó a un campesino y, rascándose la frente con todos los dedos, continuó diciendo para sus adentros: «¡Mira tú, qué me ha pasado! ¡Esta no es una tinaja! ¡Es un aparato diabólico! ¡En marcha!».
Y corrió a sujetar la tinaja, en cuyo interior Zi’ Dima, furibundo, se movía como un animal atrapado.
—¡Es un caso nuevo, querido mío, que tiene que solucionar el abogado! Yo no me fío. ¡La mula! ¡La mula! ¡Vuelvo enseguida, tenga paciencia! Por su propio interés… Mientras tanto, muy despacio… ¡Calma! Tengo que velar por mis intereses. Y antes que nada, para salvar mi derecho, cumplo con mi deber. Le pago el trabajo, le pago la jornada. Cinco liras. ¿Es suficiente?
—¡No quiero nada! —gritó Zi’ Dima—. ¡Quiero salir!
—Saldrá. Pero, mientras tanto, yo le pago. Aquí, cinco liras.
Las sacó del bolsillo de su chaleco y las tiró en el interior de la tinaja. Luego preguntó, precavido:
—¿Ha desayunado? ¡Que traigan enseguida pan con algo! ¿No quiere? ¡Tírenselo a los perros! Me basta con habérselo ofrecido.
Ordenó que se lo ofrecieran; montó en la mula y se dirigió a la ciudad al galope. Quien lo viera, creería que iba a encerrarse voluntariamente en un manicomio, por la extraña y agitada manera en que gesticulaba.
Por fortuna, no le tocó esperar en el despacho del abogado; pero, cuando le expuso el caso, tuvo que esperar bastante antes de que este terminara de reírse. Le irritaron aquellas risas.
—¿De qué se ríe, con perdón? ¡A su señoría no le molesta! ¡La tinaja es mía!
Pero el abogado continuaba riéndose y quería que le relatara de nuevo lo ocurrido, para reírse más. Adentro, ¿eh? ¿La había cosido consigo dentro? Y él, don Lollò, ¿qué pretendía? Te… te… tenerlo ahí dentro… ay, ay, ay… tenerlo ahí dentro para no perder la tinaja.
—¿Tengo que perderla? —preguntó Zirafa con los puños cerrados—. No basta con el daño: ¡además la burla!
—¿Sabe cómo se llama esto? —le dijo finalmente el abogado—. ¡Se llama secuestro!
—¿Secuestro? ¿Y quién lo ha secuestrado? —exclamó Zirafa—. ¡Se ha secuestrado solo! ¿Qué culpa tengo yo?
Entonces el abogado le explicó que se trataba de dos casos diferentes. Por un lado él, don Lollò, tenía que liberar enseguida al prisionero para no tener que responder por secuestro ante la ley; por el otro, el alfarero tenía que responder por el daño que había provocado con su incompetencia o tontería.
—¡Ah! —Zirafa retomó el aliento—. ¡Pagándome la tinaja!
—¡Cuidado! —observó el abogado—. ¡Pero no como si fuera nueva!
—¿Y por qué?
—¡Porque estaba rota, claro!
—¿Rota? ¡No, señor! Ahora está entera. ¡Mejor que antes, lo dice él mismo! Y si vuelvo a romperla, no podré hacerla reparar de nuevo. ¡Una tinaja perdida, señor abogado!
El abogado le aseguró que ese factor se tendría en cuenta, y que lograría que Zi’ Dima lo pagara según el estado en que se encontraba ahora.
—Es más —le aconsejó—, pídale a él mismo que la tase.
—Le beso las manos —dijo don Lollò, corriendo hacia su casa.
De regreso, por la noche, encontró a todos los campesinos de celebración alrededor de la tinaja habitada. Participaba en la celebración incluso el perro guardián, saltando y aullando. Zi’ Dima no sólo se había calmado, también se divertía por su extravagante aventura y se reía de ella con la mala alegría de los tristes.
Zirafa apartó a todos de la tinaja y se asomó para mirar en su interior.
—¡Ah! ¿Estás bien ahí?
—Muy bien. Al fresco —contestó aquel—. Mejor que en mi propia casa.

—Me alegra. Pero te advierto que esta tinaja me costó cuatro onzas, nueva. ¿Cuánto crees que pueda costar ahora?
—¿Conmigo dentro? —preguntó Zi’ Dima.
Los villanos se rieron.
—¡Silencio! —gritó Zirafa—. De estas dos opciones es válida una sola: tu resina sirve o no. Si no sirve, eres un impostor; si sirve, la tinaja, tal como está, tiene su precio. ¿Qué precio? Tásala tú.
Zi’ Dima se quedó un rato reflexionando, luego dijo:
—Le contesto. Si usted hubiera dejado que la arreglara sólo con mi resina, como yo quería, antes que nada, no estaría aquí dentro y la tinaja tendría más o menos el mismo precio que antes. Con estos puntos que he tenido que darle a la fuerza, ¿qué precio podría tener? Un tercio de lo que valía, más o menos.
—¿Un tercio? —preguntó Zirafa—. ¿Una onza y treinta y tres?
—Menos sí, más no.
—Pues bien —dijo don Lollò—, confío en tu palabra: dame una onza y treinta y tres.
—¿Qué? —dijo Dima, como si no hubiera entendido.
—Si rompo la tinaja para que puedas salir —contestó don Lollò—, según dice mi abogado, tú me la tienes que pagar según tu propia estimación: una onza y treinta y tres.
—¿Yo, pagar? —se rio Zi’ Dima—. ¡Su señoría bromea! Aquí me quedo hasta que me muera.
Y, tras sacar de su bolsillo su pipa con restos de tabaco incrustados, la encendió y se puso a fumar, echando el humo por el cuello de la tinaja.
A don Lollò le sentó mal esa reacción. Ni su abogado ni él habían previsto este otro caso: que Zi’ Dima no quisiera salir de la tinaja. ¿Y cómo se solucionaba eso ahora? Estuvo a punto de ordenar de nuevo «¡La mula!», pero se percató de que ya era de noche.
—¿Ah, sí? —dijo—. ¿Quieres domiciliarte en mi tinaja? ¡Todos sois testigos! Él no quiere salir, para no pagar: ¡yo estoy dispuesto a romperla! Mientras tanto, como quiere estar allí, mañana lo cito por ocupación abusiva y porque impide mi uso de la tinaja.
Zi’ Dima echó otra humada, luego contestó, plácido:
—No, señor. No quiero impedirle nada. ¿Acaso estoy aquí por placer? Déjeme salir y me voy de buena gana. Pagar… ¡ni en broma, su señoría!

Don Lollò, en un arranque de rabia, levantó un pie para darle una patada a la tinaja, pero se contuvo; en cambio, la aferró con ambas manos y la sacudió, temblando:
—¿Has visto qué resina? —le dijo Zi’ Dima.
—¡Eres apto para la cárcel! —rugió entonces Zirafa—. ¿Quién ha provocado el daño, tú o yo? ¿Y tengo que pagarlo yo? ¡Muérete de hambre, ahí dentro! ¡Y veremos quién gana!
Y se fue, sin pensar en las cinco liras que había tirado en la tinaja por la mañana. Para empezar, Zi’ Dima pensó en proseguir la juerga —con aquellas cinco liras— con los campesinos que, a causa del retraso por aquel extraño accidente, pasarían la noche en el campo, al aire libre, en la era. Uno fue a la taberna más cercana para comprar lo necesario. Como parte de la conspiración, lucía una luna que brillaba como si fuera de día.
En cierto momento don Lollò, que se había ido a dormir, fue despertado por un ruido infernal. Se asomó a un balcón de su granja y vio en la era, bajo la luna, a una multitud de diablos: los campesinos borrachos que, cogidos de la mano, bailaban alrededor de la tinaja. Zi’ Dima, en su interior, cantaba a grito pelado.
Esta vez don Lollò no aguantó más: se abalanzó afuera como un toro enfurecido y, antes de que tuvieran la oportunidad de detenerlo, con un empujón envió la tinaja abajo, por la cuesta de la montaña. Rodando, acompañado por las risas de los borrachos, la tinaja se quebró contra un olivo.
Y Zi’ Dima venció.

LA TINAJA: Actividad

1) Nombrar y describir los distintos personajes del relato.
2) Describir el conflicto y al resolución de esta historia.
3) ¿Se podría decir que este cuento posee más de un conflicto y una resolución? (Justificar).
4) Seleccionar tres fragmentos del relato, donde el autor intenta hacer reír a sus lectores.

miércoles, 5 de septiembre de 2018

GÉNERO POLICIAL - HACER

 GÉNERO POLICIAL 


CUENTO - LA TRAVESÍA

 REALISMO 

La travesía
Pedro Orgambide

Un carro avanzaba por el camino, en medio de la tierra árida. Planeaban en lo alto los chimangos, volaban su vuelo fúnebre sobre las osamentas.
–Perros –masculló el hombre.
Volvió su mirada a los médanos, más allá todavía, hacia la tierra fértil que había abandonado. La mujer observó el rostro del hombre en una muda súplica que nadie vio. Acarició a su chico con paciencia. El carro se balanceaba, ebrio, en el arenal.
–Hay que empezar de nuevo –meditó la mujer.
–Perros –repitió el hombre.
Azuzaba al caballo, los ojos fijos en el camino, en las nubes de polvo que un viento seco levantaba en la huella.
–…Mirá que decirme negro peleador y borracho –recordó, mientras los chimangos formaban un círculo en el aire, una herradura negra sobre el yermo–. Mirá que decirme eso a mí, que nunca me metí con nadie…
–Olvidá, ché.
–No puedo.
El chico los oía hablar, ajenos y lejanos, mientras miraba las huellas que dejaban las ruedas del carro en el camino. Quería dormir o jugar con su perro o ir a cazar martinetas en el monte. Quería cualquier cosas menos eso, el estar allí, tirado, junto a los paquetes, los catres, y el armario atado con sogas de la familia errante.
–Tengo sed –dijo el chico, y bebió el agua tibia de la lata. El campo entero parecía tener sed. No se veía un solo rancho. El perro, que trotaba detrás del carro, de vez en cuando encontraba un delgado, casi invisible hilo de agua, y corría hacia él con ladridos de júbilo. Túmulos de arena, algo menos que dunas, orilleaban aún la vastedad de la planicie. Ella se extendía ante los ojos del hombre como si fuera un desafío.
La mujer creyó oír la música del agua; rodaba como un eco, se confundía al ruido monótono del carro en el camino. Bastaba callar para escuchar la música.
–No estés triste –dijo.
–Nos quitaron la tierra –se quejó el hombre–. Todo, todito.
–No estés triste, te digo.
La mujer entregó la lata al hombre, que bebió en dos sorbos rápidos, para encender después un cigarrillo. Un gusto ácido le llenó la boca, pero siguió fumando, rumiando su pena. Aminoró la marcha. El caballo babeaba su sed. No se veía otra cosa que esa mancha amarilla, casi infinita, del desierto. El chico se adormecía, afiebrado, buscaba el regazo de la madre. Ella humedeció sus labios en la lata y después la cubrió con la arpillera. Sentían la ropa pegajosa de tierra y de sudor, los ojos enardecidos, y las manos torpes, cansadas.
–Vamos al valle –informó el hombre, como si en esas tres palabras cifrara su esperanza.
–¿Y qué hacemos, decí? –preguntó involuntariamente la mujer, a las espaldas de su compañero.
–Trabajamos, ¿qué otra cosa hay que hacer?
–Lastima la casa…
–No hay casa, no hay tierra. Eso es como robar, ¿oís? Así me dijo el funcionario. Te juro: lo hubiera aplastado como a un bicho. Si no lo hice fue por vos, por la criatura…
Ella se volvió, sin contestar. El aire se espesaba sobre el llano, pesaba sobre la frente, encima de un pedregal que se extendía con sus efímeros yuyos hacia el Sur. El chico buscaba el aire con la boca abierta, gimoteando. Después se adormecía, confundiendo las imágenes del monte, escuchando el ladrido del perro, nadando en un río de aire en el que se hundía irremediablemente, lejos, muy lejos de los caballos que corrían libres por la llanura.
–El chico tiene fiebre –informó la mujer.
–Es el sol. Tapalo.
No hablaron más. Sintieron las bocas secas de silencio. Avanzaban esperando la noche, un poco de ese frío del Sur que vendría junto a las estrellas.
Semejante a una gran luciérnaga en el aire, se balanceaba el farol en la mano del hombre. Parecía buscar algo en la oscuridad, un rastro humano, una pisada. Parecía buscar algo en la oscuridad, un rastro humano, una pisada. El carro, detenido, cobijaba a su gente del frío de la noche. Levantó el farol y vio a lo lejos algo menos que un rancho, una tapera en la que ondulaba una bolsa con los golpes del viento. Se acercó casi sin esperanza. Era imposible que alguien viviera allí. Un bulto se perfiló en uno de los costados de la tapera. Observó entonces la presencia de un viejo y una cabra esquelética, y, más atrás, las sombras de la mujer y los chicos. El viejo contestó el saludo del desconocido, movió apenas los labios con esa total indiferencia del yermo: lo ojos apagados, gises, estudiando al paisano de la tierra próspera.
–Tengo la mujer y el chico afuera –explicó el hombre.
Pero el viejo no le contestó. Parecía absorto, valorando las alpargatas del desconocido.
–Voy hacia el valle –agregó éste.
–El valle –repitió el viejo con la misma ausencia de su gesto–. Yo estuve allí… hace mucho.
Calló, como si se arrepintiera de la evocación.
–Tenía casa –contó–, tenía tierra…
El viejo se volvió para ordenar a la mujer.
–Hace lugar que viene gente.
El hombre agradeció con un gesto y regresó junto al carro, siempre con el farol, con la luciérnaga parpadeando en las sombras. Al rato hizo su entrada en el rancho, seguido de los suyos. Un fuego tímido indicaba a los recién llegados algo así como un ritual de la solidaridad. Se reunieron alrededor del fuego, huérfanos y acompañados en la noche del Sur.
–El chico se me moría de tanto sol –dijo la mujer.
El viejo sonrió. Para él, aquellos campesinos sin tierra eran como chicos. “Paisanos flojos”, como todos los de la llanura, hombres que en el desierto andaban perdidos, muertos de sed, mostrando sus flojeras. Él no era de esos. Se había resignado a un pedazo de yermo, que nadie, ni loco, le disputaría.
–No se van a morir, no –aseguró el viejo mientras tomaba la botella de aguardiente que le acercaba al forastero–. Se acalientan nomás, pero no mueren, no.
–Hay que llegar al valle –casi juró el hombre.
–Está lejos –musitó la mujer.
–¡Uh! –comentó la vieja, una sombra que se hizo mujer al acercarse al fuego.
El viejo estalló en una carcajada y explicó señalando a la sombra:
–Está no sabe lo que es eso. Ésta no sabe si hay cristianos del otro lado de la huella.
Siguió bebiendo sin dejar de reír.
–Yo sí conozco el valle –dijo– yo sí conozco la tierra buena. La conozco ¿eh? Pero no vuelvo más. Ustedes son jóvenes. A ustedes les quitan la tierra y vuelven a empezar… pero yo… y éstos… Si ni nos quieren para abono.
–Acá no podría vivir –pensó el hombre en voz alta.
–¿No?
–Digo…
–Y, ¿digo puede vivir el pobre, don?
Para sus adentros, el hombre se prometió que nunca viviría así. Porque no era de hombres vivir así, como las bestias. El viejo salió de la tapera con la botella de aguardiente en la mano. Gente y perros quedaron junto al fuego, silenciosos, mirando las llamas que se apagaban lentamente. Por fin se recostaron en el suelo, disponiéndose a dormir. Sólo el viejo rezongaba afuera, ebrio y solitario. El hombre escuchó su risa, los insultos y el paso vacilante del viejo entre las sombras. Oyó luego cómo arrojaba la botella, un ruido a vidrios rotos, y luego el silencio, el gran silencio que rodeaba la tierra.
–No tengás miedo –le dijo a su mujer. Y se durmió.
Hacía varias horas que el viejo los despidiera, a un costado del camino. Hacía varias horas que el hombre acariciara los flancos del caballo, animándolo a seguir. Sabían que iban a librar un combate desigual, lo olían en el aire denso, pesado, de esa madrugada. De vez en cuando veían una osamenta, un fierro, una madera. Eran los únicos vestigios de una vida probable. Y lo difícil era avanzar en el silencio, en la esperanza de una voz humana, del paso de un animal, o el ruido del agua entre las piedras. “Solos” –pensó el hombre, sintiendo cómo se cerraba la soledad sobre la pampa blanca, achicándose como un puño en el pecho.
El hombre calculaba las energías del caballo. Trataba de administrarlas lo mejor posible, temeroso de vencerlo.
Sentía una oscura, inconfesada piedad por su animal.
–Vamos –lo animó chasqueando la lengua, esperando su reacción. Con esfuerzo el caballo apuró el paso, levantó la cabeza como queriendo respirar, se agitó en un ciego impulso que el hombre controló con la riendas. Después lo hizo marchar despacio por la huella.
–Todavía aguanta –informó a su mujer.
–Pobre –comentó ella, acercándose.
–Si se nos queda ahora…
Pero era mejor no pensarlo. De suceder así, tendrían que marchar a pie, sumar cansancio al viaje. Sin embargo, no era eso lo que más temían. Lo peor era sacrificar al animal, ayudarlo a morir. Lo habían previsto, pero lo callaban. No podían ceder ahora, ni con el pensamiento.
–Tenés que aguantar –casi gritó el hombre.
Un sol ardiente les golpeó con paciencia. Lenta, penosamente, el carro atravesaba la pampa blanca.
–Maldita tierra –dijo el hombre.
Muchas horas debieron pasar. El chico despertaba con una sensación extraña, como si aquello que veía no fuera realidad sino una de las tantas imágenes de su pesadilla.
La mujer inclinaba su cabeza, vencida de cansancio. Se escuchaba, lejano, el ladrido del perro. Muchas horas debieron pasar, muchas, porque el tiempo ya era un dolor muy viejo, alguna cicatriz del hombre mientras vagaba por la tierra.
La mujer acarició la mano de su compañero: deslizó sus dedos por la piel áspera curtida por el sol. Pensaba que a veces su hombre era como un chico. Lo acarició suave, lentamente, como cuando estaban junto al río.
–Ya falta poco –lo alentó.
Otra vez el chico regresó a su sueño: regresaba a los grandes árboles y al estampido de las escopetas de los cazadores, a un vuelo fugitivo de martinetas y a un chillido de pájaros. Lo despertó el ladrido del perro. Lo vio trotar, detrás del carro. Extendió sus brazos y silbó. El perro, de un salto, estuvo junto al chico. Sin fuerzas, jugaron igual que cuando corrían por el monte. Pero un gran cansancio subía de la tierra. Pronto terminaron de jugar. El chico se adormecía, otra vez, pese a los barquinazos. El pero se echó boca arriba, como esperando lluvia. Pero la lluvia no llegó. Pasaron bajo los nubarrones grises, sin esperanza.
–Maldita tierra –repitió el hombre.
–Ya falta poco –lo alentó la mujer.
A lo lejos surgieron unos barrancones rojos, tierra alzada de sed, moles de arcilla semejantes a la cresta de algún gallo gigante. El hombre no reparó en ellas. Observó al chico dormido, al perro boca arriba.
–Ojalá que aguante –dijo el hombre mirando al caballo que avanzaba ciego, sin necesidad de las riendas.
Los ojos se cansaban de mirar lo mismo. El carro parecía detenido en un punto fijo de esa nada, de un círculo eternamente repetido, rodando de pereza por el tiempo. Pero avanzaba, lento, como la esperanza del hombre, hacia los altos álamos del valle.

De "La buena gente", 1970

LA TRAVESÍA DE PEDRO ORGAMBIDE: Actividades

A) ¿CUÁL ES EL CONFLICTO DE ESTE RELATO Y EN QUE MOMENTO SE PRESENTA?

B) EL AUTOR ELIGE UNA FORMA POCO HABITUAL DE NOMBRAR A LOS PROTAGONISTAS DE SU OBRA. ¿DE QUÉ MANERA IDENTIFICA EL NARRADOR A SUS PERSONAJES?

domingo, 2 de septiembre de 2018

GÉNERO POLICIAL - LA PESQUISA DE DON FRUTOS

 CUENTO 

La pesquisa de don Frutos 
Velmiro Ayala Gauna 
De Cuentos policiales argentinos
Editorial Alfaguara
Buenos Aires, Junio 1997

Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró en su desmantelada oficina haciendo sonar las espuelas, saludó cordialmente a sus subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de la puerta, a esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebarle con pachorrienta solicitud. Cuando tuvo el recipiente en sus manos, succionó con fruición por la bombilla y gustó del áspero sabor del brebaje con silenciosa delectación. Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante que leía, con toda atención, junto a la única y desvencijada mesa del recinto. —¿Gusta un amargo? —Gracias... —respondió el otro—. Sólo lo tomo dulce. —Aquí sólo toman dulce las mujeres... —terció el cabo Leiva con completo olvido de la disciplina. —Cuando quiera su opinión se la solicitaré... —replicó fríamente el sumariante. —Está bien, mi oficial... —dijo el cabo y continuó perezosamente apoyado contra el marco de la puerta. Luis Arzásola, que hacía tres días había llegado desde la capital correntina a hacerse cargo de su puesto en ese abandonado pueblecillo, se revolvió molesto en el asiento, conteniendo a duras penas los deseos de "sacar carpiendo" al insolente, pero don Frutos regía a sus subordinados con paternal condescendencia, sin reparar en graduaciones, y no quería saber de más reglamentos que su omnímoda voluntad. Cuando él, ya en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas ocasiones sus quejas por lo que consideraba excesiva confianza o indisciplina del personal, sólo obtuvo como única respuesta: —No se haga mala sangre, m'hijo... No lo hacen con mala intención sino de brutos que son nomás... Ya se irá acostumbrando con el tiempo. Para olvidar el disgusto siguió leyendo su apreciado libro de psicología y efectuando apuntes en un cuaderno que tenía su lado, pero la mesa, que tenía una pata más corta que las otras, se inclinaba hacia ese costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero que se iba corriendo lentamente y amenazaba concluir en el suelo. Para evitar tal contingencia tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó, para nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la lectura interrumpida. —¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? —preguntó el agente mientras esperaba el mate de manos del comisario. —Psicología. —¿Y eso para qué sirve? —Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma humana. El milico recibió el mate vacío, meditó unos segundos y concluyó sentenciosamente: —Para mi ver eso no se estudia en los libros... Para conocer a la gente hay... Vaciló un momento y afirmó: —... hay que estudiar a la gente. Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar la calabaza cuidando que el agua no se derramara y que formara una espuma consistente. En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró espantado: —¡Don Frutos!... ¡ Don Frutos!... —¿Qué te ocurre hombre? —contestó el aludido y empezó a levantarse. —Al tuerto Méndez... —¿Sí? —Lo han achurao sin asco... Recién cuando le fui a llevar un matambre que había encargao ayer, dentré a su rancho y, ¡ánima bendita santa!, lo encontré tendido en el suelo, boca abajo y lleno de sangre... —¿Seguro pa de que estaba muerto, chamigo? —Seguro, don Frutos... Duro, frío y hasta medio jediendo con el calor que hace... —Güeno, gracias, Aniceto... andate nomás... —¡Hasta luego, don Frutos! —¡Hasta luego, Aniceto!... —respondió el funcionario y volvió a sentarse cómodamente. El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior. —¿Qué pa le pasa, m'hijo? —¿No vamos al lugar del hecho, comisario? —Sí, en seguidita... —Pero... ¡es que hay un muerto, señor!... —¿Y qué?... —contestó el viejo ya con absoluta familiaridad— ¿Acaso tenés miedo de que se dispare?... Dejame que tome cuatro o cinco matecitos más o de no se van a desteñir las tripas. Cuando después de una buena media hora arribaron al rancho de las afueras donde había ocurrido el suceso, ya el oficial había redactado in mente el informe que elevaría a las autoridades sobre la inoperancia del comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el cargo. Creía que era llegada la ocasión propicia para su particular lucimiento y para apabullar con sus mayores conocimientos los métodos simples y arcaicos del funcionario campesino Lo único que lamentaba era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa que le hubiera servido de maravilloso auxiliar para la búsqueda de huellas. Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el suelo. —¡Andá!... —ordenó el comisario al cabo Leiva—. Abrí bien la ventana pa que dentre la luz. Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la reducida habitación. Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las marcas sangrientas de tres puñaladas que teñían de rojo la negra blusa del caído. —Forastero... —gruñó. Luego buscó un palillo y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo dejó en una de ellas y aseveró: —Gringo... Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al cabo: —Andá, sacale las riendas al rosillo que es mansito y traémelas... Cuando al cabo de un momento las tuvo en su poder, midió con una la distancia de los pies del difunto hasta la herida y, luego, haciendo colocar a Leiva a su frente, marcó la misma sobre sus pacientes espaldas. En seguida alzó un brazo y lo bajó. No quedó satisfecho, al parecer y, poniéndose en puntas de pie, repitió la operación. —¡Ajá!... —dijo—. Es más alto que yo, debe medir un metro ochenta más o menos… Inmediatamente inquirió de su subordinado: —¿Estuvo el Tuerto ayer en las carreras? —Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba. —¿Y le jue bien? —¡Y de no!... ¡Si era como no hay otro pa clavarla de vuelta y media! ¡Dios lo tenga en su santa gloria!... Ganó una ponchada de pesos... Al capataz de la estancia, a ése que le dicen "Mister", lo dejó sin nada y hasta le ganó tres esterlinas que tenía de ricuerdo; al Ñato Cáceres le ganó ochenta pesos y el anillo'e compromiso. —Güeno, revisalo a ver si le encontrás plata. El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los bolsillos, hurgó en el amplio cinturón y le tanteó las ropas. —Ni un veinte, comesario. —A ver, vamos a buscar en la pieza, puede que la haiga escondido. —Pero, comisario... —saltó el oficial—. Así van a borrar todas las huellas del culpable. —¿Qué güellas, m'hijo? —Las impresiones dactilares. —Acá no usamos de eso, m'hijo. Tuito lo hacemos a la que te criaste nomás... Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones, debajo del colchón y en cuanto posible escondite imaginaron. Arzásola, entre tanto, seguía acumulando elementos con criterio científico, pero se encontraba un poco desconcertado. En la ciudad, sobre un piso encerado, un cabello puede ser un indicio valioso, pero en el sucio piso de un rancho hay miles de cosas mezcladas con el polvo: recortes de uñas, llaves de latas de sardinas, botones, semillas, huesecillos, etc. Desorientado y después de haber llenado sus bolsillos con los objetos más heterogéneos que encontró a su paso, dirigió en otro sentido sus investigaciones. Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie de pisadas y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie. —¡Comisario!... —gritó—. Hay que buscar un poco de yeso... —¿Pa qué, m'hijo? —Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y dejó su marca. —¿Y pa qué va a servir el molde? —Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría — respondió despectivamente y como dando una lección— de esa huella se puede deducir la talla de su dueño y otros datos. —No te aflijas por eso... El criminal es gringo, más o menos una cuarta más alto que yo, y dejuro que ha de estar entre la peonada'e la estancia'e los ingleses... —¡Pero...! —se asombró el oficial. —Ya te explicaré más tarde, m'hijo. Estoy seguro que el tipo estuvo en la cancha'e taba y vio cómo el Tuerto se llenaba de plata, después se le adelantó y lo estuvo esperando en el rancho. Quedó un rato vichando el camino desde la ventana y después se puso detrás de la puerta. Cuando el pobre dentro le encajó una puñalada y en seguida dos más cuando lo vio caído... —Así es, don Frutos... —asintió el cabo—. Se ve clarito por las pisadas. —Al verlo muerto le revisó los bolsillos, le sacó tuitas las ganancias y se fue... Pero ya lo vamos a agarrar sin la Jometría esa que decías... En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó: —Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero de vaca y te emprieste el carro. Lo traés al Aniceto pa que te ayude, lo envuelven al finao y lo llevan a enterrar... El pobre no tiene a nadies que lo llore. Cuando venga el Paí Marcelo pa la Navidá, le haremos decir una misa... —Está bien, comisario... Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo y dijo: —Ahora vamos pa la estancia... Se me hace que el infiel que hizo esta fechuría debe de estar allí. La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua del pueblo. Además del habitual personal de servicio y peones, había en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la ampliación de una de las alas del edificio. Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba, hizo reunir, frente a una de las galerías, a todo el personal. Hombres de todas clases y con los más diversos atavíos se encontraron allí. Algunos con el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya empezaba a hacerse sentir, otros en camiseta, blusas, camisas de colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un italiano con saco de pana, etc. —Poné a un lado a los gringos y a los otros dejalos ir... —dijo don Frutos al oficial, después de pasar su mirada por el conjunto, y se sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky. Arzásola, a su vez, trasmitió la orden. —Los extranjeros que avancen dos pasos al frente. Una decena de hombres se destacó de la masa. El oficial, entonces, dirigiéndose a los otros, exclamó: —Ustedes pueden retirarse. Correntinos, formoseños, misioneros y de algunas otras provincias del norte se alejaron murmurando entre dientes o contentos de verse libres de la curiosidad policial. De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto y tez cobriza que había quedado con los demás. —Y vos, Gorgonio, ¿qué hacés aquí? —El oficial dijo que se quedásemos los estranjeros, pues... —¡Qué pa vas a ser estranjero vos!... Usté sos paraguayo como yo, chamigo... Estranjero son los gringos, los de las Uropas... ¡Andá de acá y no quedrás darte corte! Y así diciendo, lo sacó a empellones de la fila. Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de observarlos, dijo: —Los dos petisos de la esquina y ese otro de boina pueden irse nomás... Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, dos españoles y un polaco. —A ver... —continuó—, muéstrenme la cartera o la plata que tengan. En cinco manos callosas aparecieron carteras grasientas o pesos arrugados. El inglés, sin inmutarse, advirtió: —Mí no tener una moneda... Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente: —Está mintiendo, me parece... Debe ser él y seguro ha escondido lo robado. Lo habrá hecho para recobrar sus esterlinas... —No... —le respondió el superior—. Ese no puede ser... Mirále a los pieses... El inglés permanecía firme y estático mientras los otros, inquietos, se asentaban ora sobre un pie, ora sobre el otro. —¿Ves, m'hijo? El "Míster" puede estarse mucho tiempo sin moverse, mientras el que estuvo allá dejó el suelo como pisadero para hacer ladrillos... Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir palabra. Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial: —El polaco, el italiano pelo'e choclo y los dos gallegos no han estado en la tabeada... —¿Cómo lo puede asegurar? Si ni siquiera los ha interrogado... —¿No viste que la plata de ésos estaba limpita y lisa? La de los otros estaba arrugada y sucia de tierra... Cuando puedas observar una partidita vas a ver cómo los tabeadores estrujan los billetes, los hacen bollitos, los doblan y los sostienen entre los dedos, los tiran al suelo, los pisan, los arrugan, etc. Uno de esos dos debe ser... Se acercó de nuevo a la fila y pasándose el pañuelo por la cara dijo: —Está apretando la calor, ¿no? Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó con tono paternal: —Ponete cómodo... Sacate el saco... —Estoy bien, gracias. —Sacate el saco, te he dicho... —ordenó, entonces con rudeza, y luego siguió con aire protector—: te va a embromar la calor si no lo hacés... A regañadientes obedeció el otro. Apenas lo hubo hecho cuando don Frutos indicó al cabo: —¡Metelo preso!... Éste es el criminal... Dando un rugido de rabia, el indicado metió la mano en la cintura y la sacó empuñando un pequeño y agudo cuchillo, pero el cabo, con rapidez felina, se lanzó sobre él lo encerró entre sus fuertes brazos mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció para hacer caer el arma. En seguida, ayudado por los otros peones, lo maniataron y lo arrojaron sobre un carro que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco del suelo, lo estrujó poco a poco como buscando algo y, luego, con el mismo cuchillo, le descosió el hombro y allí, entre el relleno encontró escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a la mesa a terminar su whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración, terminando lo cual la comisión montó a caballo y emprendió el regreso. Una vez que el preso estuvo bien seguro en el calabozo, el comisario y el oficial se acomodaron en la oficina Arzásola, impaciente, preguntó: —Perdón, comisario, pero ¿cómo hizo para descubrir al asesino? —Muy fácil, m'hijo... Apenas le vi las heridas al muerto supe que el culpable era forastero. —¿Por qué? —Porque las heridas eran pequeñas y aquí nadie usa cuchillo que no tenga, por lo menos, unos treinta centímetros de hoja. Aquí el cuchillo es un instrumento de trabajo y sirve para carnear, para cortar yuyos, para abrir picadas en el monte, y adonde se clava deja un aujero como para mirar del otro lado y no unos ojalitos como los que tenía el Tuerto. Después, cuando le metí el palito adentro, supe por la posición que el golpe había venido de arriba para abajo y me dije: Gringo... —Cierto, yo lo oí... pero ¿cómo pudo saberlo? —¡Pero, m'hijo! Porque el criollo agarra el cuchillo de otra manera y ensarta de abajo para arriba como para levantarlo en el aire... —¡Ah! —Después medí la distancia de los pieses a la herida y la marqué en la espalda del cabo, alcé el brazo y lo bajé, pero daba más abajo... Entonces me puse en, puntas de pie y me dio más o menos. Por eso supe que el asesino era como cuatro dedos más alto que yo, y como mí medida, asegún la papeleta, es de uno setenta, le calculé uno y ochenta... —Sí, pero ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo en el saco? —Porque con el calor que hacía no se lo sacaba de encima. Pensé que debía tener algo de valor para cuidarlo tanto y más me convencí cuando empezó a sacárselo y le vi la camisa pegada al cuerpo por el sudor... —Servite, m'hijo... Aquí vas a tener que aprender a tomarlo cimarrón. Arzásola lo aceptó y dijo: —Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más. Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico: luego, como la mesa empezaba a tambalear nuevamente, tomó el libro de psicología y lo puso debajo de pata renga.

ACTIVIDAD

1) DESCRIBIR A LOS TRES POLICÍAS DE LA HISTORIA.

2) REALIZAR UN CUADRO COMPARATIVO CON LAS SIMILITUDES Y DIFERENCIAS QUE CARACTERIZAN A CADA UNO DE LOS FUNCIONARIOS POLICIALES.

3) TRANSCRIBIR EJEMPLOS DE LOS LÉXICOS UTILIZADOS POR DON FRUTOS Y LUIS ARZÁSOLA.

4) DETERMINAR A QUE DIALECTO PERTENECE CADA UNO DE ELLOS.

ACTIVIDAD - LA AVENTURA DE LOS TRES ESTUDIANTES

 GÉNERO POLICIAL 

Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)

La aventura de los tres estudiantes (1904)
(“The Adventure of the Three Students”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (junio 1904);
The Return of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1905, 403 págs.)

      En el año noventa y cinco se produjo una suma de acontecimientos, en la que no es necesario entrar, que motivó que el señor Sherlock Holmes y yo pasáramos unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y durante esa época nos sucedió la pequeña —pero instructiva— experiencia que me dispongo a relatar. Obviamente, algunos detalles que le facilitarían al lector identificar con exactitud la universidad o al criminal serían imprudentes y ofensivos. Un escándalo tan penoso podemos permitirnos que sea olvidado. Con la debida discreción, el incidente en sí mismo, sin embargo, puede ser descrito, puesto que sirve para ilustrar algunas de aquellas cualidades por las que mi amigo resultaba extraordinario. Trataré de evitar en mi exposición términos tales que pudieran ser utilizados para acotar los acontecimientos a algún lugar en particular o dar una pista respecto a las personas interesadas.
       En esa época nos albergábamos en una pensión cerca de una librería en donde Sherlock Holmes se dedicaba a ciertas búsquedas laboriosas sobre los primeros fueros ingleses —búsquedas que condujeron a resultados tan llamativos que podrían ser el tema de uno de mis futuras historias—. Ahí fue donde una noche recibimos una visita de un conocido, el señor Hilton Soames, tutor y auxiliar en el College of St. Luke’s. El señor Soames era un hombre alto y enjuto de una naturaleza inquieta y excitable. Siempre lo había tenido por alguien de comportamiento intranquilo, pero en esta ocasión en particular se hallaba en tal estado de incontenible agitación que estaba claro que había acaecido algo muy infrecuente.
       —Confío, señor Holmes, en que podrá dedicarme unas horas de su valioso tiempo. Hemos sufrido un incidente muy penoso en St. Luke’s, y, de hecho, si no fuera por la feliz casualidad de su estancia en la ciudad, no hubiera sabido qué hacer.
       —Ahora mismo estoy muy ocupado, y desearía que no me distraigan —respondió mi amigo—. Preferiría con mucho que solicitara la ayuda de la policía.
       —No, no, señor mío, tal opción es completamente imposible. Cuando se pone uno en manos de la ley, ya no se puede detener, y este es precisamente uno de esos casos en que, por la reputación de la universidad, es absolutamente indispensable evitar el escándalo. Su discreción es tan bien conocida como sus aptitudes, y usted es el único hombre en el mundo que puede ayudarme. Se lo ruego, señor Holmes, haga lo que pueda.
       El talante de mi amigo no había mejorado porque se le hubiese privado de los agradables alrededores de Baker Street. Sin sus álbumes de recortes, sus productos químicos y su hogareño desorden, se encontraba a disgusto. Se encogió de hombros con un asentimiento descortés, mientras nuestro visitante, con palabras apresuradas y ademanes nerviosos, inició atropelladamente su historia.
       —He de explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día del examen para la beca Fortescue. Soy uno de los examinadores. Soy profesor de griego, y la primera de las pruebas consiste en un extenso pasaje de traducción del griego que el candidato no haya visto. Este pasaje se imprime en el papel del examen, y, por supuesto, sería una inmensa ventaja si el candidato pudiera prepararlo con antelación. Por ese motivo, se toman grandes precauciones para mantener el examen en secreto.
       »Hoy, aproximadamente a las tres en punto, llegaron las pruebas de ese examen enviadas por los impresores. El ejercicio consiste en medio capítulo de Tucídides. Tuve que repasarlo minuciosamente para que no hubiera ningún error en absoluto en el texto. A las cuatro y media todavía no había terminado mi tarea. Sin embargo, le había prometido a un amigo tomarme el té en su estudio, así que dejé las pruebas de imprenta sobre mi escritorio. Estuve ausente bastante más de una hora.
       »Sabe usted, señor Holmes, que las puertas de nuestro colegio mayor son de dos hojas: la de dentro forrada de fieltro verde y la de fuera de pesado roble visto. Cuando me acerqué a mi puerta exterior, me quedé asombrado al ver una llave en ella. Por un momento, me imaginé que había dejado la mía allí, pero, al notarla en mi bolsillo, me di cuenta de que estaba todo bien. El único duplicado que existía, hasta donde yo sé, era ese, que pertenecía a mi sirviente, Bannister, un hombre que se ha ocupado de mis aposentos durante diez años, y cuya honestidad está absolutamente por encima de toda sospecha. Confirmé que la llave era en realidad la suya, que había entrado en mi habitación para preguntarme si quería el té y que había dejado sin darse cuenta la llave en la puerta al salir. Su visita a mi habitación debió de suceder a los pocos minutos de marcharme. Su descuido con la llave no hubiera supuesto mucho en cualquier otra ocasión, pero en un día como el de hoy precisamente ha tenido una consecuencia de lo más lamentable.
       »En el momento en que miré hacia mi mesa, fui consciente de que alguien había estado revolviendo en mis papeles. Las pruebas estaban en tres tiras largas. Las había dejado todas juntas. Ahora, descubría que una de ellas estaba tirada en el suelo, una en la consola cercana a la ventana y la tercera donde la había dejado».
       Holmes se inmutó por primera vez.
       —La primera página, en el suelo; la segunda, en la ventana; la tercera donde la dejó —dijo.
       —Exacto, señor Holmes. Me sorprende usted. ¿Cómo es posible que supiera eso?
       —Le ruego que continúe con su interesantísima exposición.
       —Por un momento, me imaginé que Bannister se había tomado la imperdonable libertad de inspeccionar mis papeles. Sin embargo, lo negó, con suma gravedad, y estoy convencido de que estaba diciendo la verdad. La alternativa era que alguien al pasar hubiera visto la llave en la puerta, hubiese sabido que me hallaba fuera y hubiera entrado para mirar en los papeles. Hay una amplia suma en juego, porque el importe de la beca es muy cuantioso, y un hombre sin escrúpulos bien podía haber corrido el riesgo con el fin de obtener ventaja sobre sus compañeros.
       »Bannister estaba muy consternado por el incidente. Estuvo a punto de desmayarse cuando descubrimos que habían estado manoseando los papeles. Le di un poco de coñac y lo dejé desplomándose en la silla mientras realizaba un examen más minucioso de la habitación. Pronto vi que el intruso había dejado otras huellas de su presencia además de los papeles arrugados. En la mesa de la ventana había varias virutas de un lápiz al que había sacado punta. También había tirada una punta rota de grafito. Evidentemente, el granuja había copiado el ejercicio con muchas prisas, se le había roto el lápiz y se había visto obligado a afilarlo de nuevo».
       —¡Excelente! —dijo Holmes, que había recobrado su buen humor mientras su atención quedaba más cautivada por el caso—. Le ha sonreído la suerte.
       —Eso no es todo. Tengo una mesa de estudio nueva con una delgada capa de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, al igual que Bannister, que estaba lisa e impoluta. Ahora descubría un corte limpio en ella de más o menos tres pulgadas de largo: no un mero arañazo, sino un auténtico corte. No solo eso, sino que encima de la mesa, descubrí una bolita de masilla, o barro, con motas de algo semejante al serrín en ella. Estoy convencido de que estos rastros los dejó el hombre que rebuscó entre los papeles. No había huellas ni otra prueba en lo referente a su identidad. Me sentía perdido, cuando de repente se me ocurrió una buena idea: que estaba usted en la ciudad, y me vine a verlo directamente para poner el asunto en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Ya ve mi dilema. O bien encuentro a ese hombre, o si no el examen se debe posponer hasta que se preparen nuevos ejercicios, y puesto que esto no puede realizarse sin una explicación seguida de un feo escándalo, quedaría en entredicho la reputación no solo del colegio, sino de la universidad. Por encima de todas las cosas, desearía resolver el asunto de manera reservada y discreta.
       —Estaré encantado de investigarlo y de darle el consejo que pueda —dijo Holmes levantándose y poniéndose el abrigo—. El caso no carece por completo de interés. ¿Había visitado alguien su habitación después de que le llegaran los ejercicios?
       —Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la misma escalera, vino a preguntarme algunos detalles sobre el examen.
       —¿Se presenta a la convocatoria?
       —Sí.
       —¿Y los ejercicios estaban encima de su mesa?
       —Que yo sepa, estaban enrollados.
       —Pero ¿podían ser reconocidos como pruebas de imprenta?
       —Es posible.
       —¿Nadie más en su habitación?
       —No.
       —¿Sabía alguien que esas pruebas estarían allí?
       —Nadie excepto el impresor.
       —¿Lo sabía el tal Bannister?
       —No, de ninguna manera. Nadie lo sabía.
       —¿Dónde está Bannister ahora?
       —Estaba muy afectado, el pobre hombre. Lo dejé desmoronado en la silla, de tanta prisa que tenía por venir hasta usted.
       —¿Dejó la puerta abierta?
       —Guardé bajo llave los papeles primero.
       —Entonces, eso significa, señor Soames, que a menos que el estudiante indio reconociera el rollo como pruebas de imprenta, el hombre que las estuvo revolviendo, se topó con ellas de manera accidental sin saber que estaban allí.
       —Eso me parece a mí.
       Holmes puso una sonrisa enigmática.
       —Bueno —dijo—, vamos allá. No es uno de sus casos, Watson: es mental, no físico. Muy bien, venga si quiere. Ahora, señor Soames…, ¡estamos a su disposición!

       La sala de estar de nuestro cliente daba, a través de una ventana con celosía larga y baja, al vetusto patio cubierto de liquen del antiguo colegio. Una puerta de arco gótico conducía a una escalera de piedra desgastada. En la planta baja estaba la habitación del tutor. Encima había tres estudiantes, uno por piso. Ya anochecía cuando llegamos a la escena del misterio. Holmes se detuvo y miró seriamente la ventana. Entonces, se acercó y, de puntillas, estirando el cuello, miró dentro de la habitación.
       —Ha tenido que entrar por la puerta. No hay otra abertura salvo la del cristal —dijo nuestro docto guía.
       —¡Vaya! —replicó Holmes, y sonrió de una manera singular mientras miraba a nuestro acompañante—. Bueno, si no hay nada que podamos obtener de aquí, más vale que vayamos adentro.
       El profesor abrió con llave la puerta de fuera y nos invitó a pasar a su habitación. Permanecimos en la entrada mientras Holmes realizaba un examen de la alfombra.
       —Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. No cabría esperar casi ninguna en un día tan seco. Su sirviente parece haberse recuperado bastante. Lo dejó en una silla, dijo. ¿En qué silla?
       —En la de allí, junto a la ventana.
       —Ya veo. Cerca de esta mesa pequeña. Ya pueden entrar. He terminado con la alfombra. Estudiemos primero la mesa pequeña. Por supuesto, está bastante claro lo que ha pasado. El tipo entró y cogió los papeles, hoja a hoja de la mesa del centro. Los llevó a la mesa de la ventana, porque desde allí podía ver si venía por el patio, y así podía escaparse.
       —A decir verdad, no pudo —dijo Soames—, porque entré por la puerta lateral.
       —¡Ah, eso es bueno! Bien, en cualquier caso, lo tenía en mente. Déjeme ver los tres trozos. No hay huellas digitales…, ¡no! Bueno, llevó este primero y lo copió. ¿Cuánto tardaría en hacerlo, utilizando cada posible contracción? Un cuarto de hora, no menos. Luego lo tiró al suelo y cogió el siguiente. Estaba en medio de ello cuando su regreso motivó que se marchara a toda prisa…, a toda prisa, dado que no tuvo tiempo de volver a colocar los papeles que le dirían que había estado aquí. ¿No oyó pasos apresurándose por la escalera mientras entraba por la puerta exterior?
       —No, creo que no.
       —Bien, escribió de manera tan frenética que rompió su lápiz, y tuvo, como observó usted, que sacarle punta de nuevo. Esto es interesante, Watson. El lápiz no era uno ordinario. Era de un tamaño mayor del habitual, de mina blanda; por fuera era de color azul oscuro, el nombre del fabricante estaba impreso en letras plateadas, y el trozo que quedaba es solo de una pulgada y media de largo más o menos. Busque un lápiz así, señor Soames, y tendrá a su hombre. Si añado que posee una navaja ancha y muy desafilada, habrá obtenido una ayuda adicional.
       El señor Soames estaba un poco abrumado a causa de este torrente de información.
       —Puedo seguirle en los otros puntos —dijo—, pero, de verdad, este asunto de la largura…
       Holmes le tendió un pedacito con las letras NN y un espacio de madera en blanco detrás.
       —¿Lo ve?
       —No, me temo que ni siquiera ahora…
       —Watson, siempre me he mostrado injusto con usted. Hay más personas como usted. ¿Qué podría ser esto de NN? Es el final de una palabra. Son conscientes de que Johann Faber es la marca de fabricante más común. ¿No es evidente que lo que queda del lápiz es lo que normalmente sigue al Johann? —inclinó la mesa pequeña bajo la luz eléctrica—. Esperaba que, si el papel en el que escribió era fino, hubiese dejado alguna marca sobre esta superficie pulida. No, no veo nada. No creo que haya nada más que podamos sacar de aquí. Ahora pasemos a la mesa del centro. Esta bolita es, supongo, la masa negra y pastosa de la que hablaba. A grandes rasgos de forma piramidal y ahuecada, por lo que veo. Como dice, parece tener partículas de serrín en ella. Vaya, esto es muy interesante. Y el corte…, una auténtica cuchillada, ya veo. Comienza con un fino arañazo y termina con una raja dentada. Le estoy muy agradecido por llamar mi atención sobre este caso, señor Soames. ¿Adónde lleva esta puerta?
       —A mi dormitorio.
       —¿Ha estado en él desde su aventura?
       —No, salí directo a buscarle.
       —Me gustaría echarle un vistazo. ¡Qué habitación más encantadora y más clásica! Quizá pudieran esperar un minuto hasta que haya examinado el suelo. No, no veo nada. ¿Qué pasa con esta cortina? Cuelga su ropa detrás. Si alguien se vio obligado a esconderse en esta habitación, debió hacerlo ahí, puesto que la cama es demasiado baja y el armario no es lo bastante profundo. No hay nadie ahí, supongo.
       Mientras Holmes descorría la cortina, me di cuenta, por cierta leve rigidez y actitud vigilante, que estaba preparado para una emergencia. A decir verdad, la cortina descorrida no desveló nada salvo tres o cuatro trajes que colgaban de una cuerda de tender. Holmes le dio la espalda y se inclinó de repente hacia el suelo.
       —¡Bueno, bueno! Pero ¿qué es esto? —dijo.
       Era una pequeña pirámide de un material negro semejante a la masilla, exactamente como la de encima de la mesa del estudio. Holmes la tuvo en su palma abierta iluminándola con la luz eléctrica.
       —Su visitante parece haber dejado restos en su dormitorio al igual que en su sala de estar, señor Soames.
       —¿Qué podría querer de aquí?
       —Creo que está bastante claro. Usted volvió por un camino inesperado, así que no reparó en usted hasta que no estuvo en la misma puerta. ¿Qué podía hacer? Recogió todo lo que podía traicionarlo y se metió precipitadamente en su dormitorio para esconderse en él.
       —Dios mío, señor Holmes, ¿quiere decir que en todo el tiempo que me pasé hablando con Bannister en esta habitación hubiésemos tenido al tipo atrapado de haberlo sabido?
       —Así lo entiendo yo.
       —Seguramente haya otra posibilidad, señor Holmes. No sé si ha visto la ventana de mi dormitorio.
       —Con celosía, bastidor de plomo, tres hojas separadas, una batiente de bisagra y lo suficientemente ancha como para que pase un hombre.
       —Exacto. Y da a un rincón del patio para que no quede a la vista del todo. El tipo pudo haber entrado por allí, dejar rastro al cruzar por el dormitorio y, finalmente, como se encontró la puerta abierta, escapar por allí.
       Holmes negó con la cabeza de manera impaciente.
       —Seamos prácticos —protestó—. Creí entenderle que hay tres estudiantes que usan esa escalera y que tienen costumbre de pasar por su puerta.
       —Sí, eso es.
       —Y que todos se presentan a este examen.
       —Sí.
       —¿Tiene alguna razón para sospechar de alguno de ellos más que de los otros?
       Soames dudó.
       —Es una pregunta muy delicada de responder —dijo—. No quiero sembrar sospechas cuando no hay pruebas.
       —Oigamos las sospechas. Yo buscaré las pruebas.
       —Les explicaré, entonces, en pocas palabras, el carácter de los tres hombres que viven en estas habitaciones. El de más abajo es Gilchrist, un alumno y atleta excelente, juega en el equipo de rugby y en el de críquet de la universidad, y obtuvo el galardón azul 
[El Blue (azul) es la máxima distinción deportiva otorgada en origen por las universidades británicas de Oxford y Cambridge y, posteriormente, imitada por el resto de las universidades británicas, australianas y neozelandesas] en carrera de vallas y en salto de longitud. Es un tipo excelente y todo un hombre. Su padre era el tristemente célebre sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en el hipódromo. Dejó a mi alumno en la pobreza, pero es diligente y aplicado. Lo hará bien.
       »En el segundo piso vive Daulat Ras, el indio. Es un tipo callado e inescrutable, como la mayoría de los indios. Trabaja bien, aunque el griego es lo que lleva más flojo. Es constante y metódico.
       »El piso de arriba pertenece a Miles McLaren. Es un tipo brillante cuando decide trabajar…, una de las mentes más brillantes de la universidad, pero es rebelde, disoluto y amoral. Estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de juego en su primer año. Ha estado holgazaneando todo este curso, y debe de estar esperando aterrorizado el examen».
       —Entonces, ¿es de él de quien sospecha?
       —No me atrevería a tanto. Pero de los tres resultaría tal vez el menos improbable.
       —Exacto. Ahora, señor Soames, echemos un vistazo a su sirviente, Bannister.
       Era un tipo bajo, de cara pálida, bien afeitado y pelo canoso, de unos cincuenta años. Todavía sufría por esta repentina perturbación de la tranquila rutina de su vida. Su cara rolliza estaba crispada por el nerviosismo y no lograba dejar quietos los dedos.
       —Estamos investigando este lamentable asunto, Bannister —le comentó su jefe.
       —Sí, señor.
       —Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó su llave en la puerta.
       —Sí, señor.
       —¿No resulta muy extraño que lo hiciera el mismo día en que estaban esos papeles dentro?
       —Resultó muy desafortunado, señor. Pero ya me había sucedido lo mismo en otras ocasiones.
       —¿Cuándo entró en la habitación?
       —Serían las cuatro y media. A esa hora se toma el té el señor Soames.
       —¿Cuánto tiempo permaneció en ella?
       —Cuando vi que no estaba, me retiré enseguida.
       —¿Miró estos papeles de encima de la mesa?
       —No, señor; por supuesto que no.
       —¿Cómo llegó a olvidar la llave en la puerta?
       —Tenía la bandeja del té en la mano. Pensé en volver después por la llave. Y luego se me olvidó.
       —¿La puerta exterior tiene cerrojo?
       —No, señor.
       —Entonces, ¿estuvo abierta todo el tiempo?
       —Sí, señor.
       —¿Hubiese podido huir alguien de la habitación?
       —Sí, señor.
       —Cuando el señor Soames regresó y lo llamó, ¿estaba usted muy alterado?
       —Sí, señor. Nunca me había pasado tal cosa en los muchos años de servicio que llevo aquí. Estuve a punto de desmayarme, señor.
       —Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba cuando comenzó a sentirse mal?
       —¿Dónde estaba, señor? Pues, aquí, cerca de la puerta.
       —Qué raro, porque se sentó en esa silla de más allá, cerca de la esquina. ¿Por qué no lo hizo en estas otras sillas?
       —No lo sé, señor. Me daba igual dónde sentarme.
       —La verdad, señor Holmes, no creo que fuera muy consciente de ello. Tenía muy mal aspecto…, casi cadavérico.
       —¿Permaneció aquí cuando se marchó su jefe?
       —Solo un minuto o así. Entonces, cerré la puerta y me fui a mi habitación.
       —¿De quién sospecha?
       —Oh, no lo sabría decir, señor. No creo que haya ningún caballero en esta universidad que sea capaz de sacar provecho de semejante acto. No, señor, no lo creo.
       —Gracias, eso bastará —dijo Holmes—. Ah, una última cosa. ¿Le ha mencionado a alguno de los tres caballeros a quienes sirve que ha ocurrido algo?
       —No, señor, ni una palabra.
       —Muy bien. Ahora, señor Soames, daremos un paseo por el patio interior, si no tiene inconveniente.
       Tres cuadrados amarillos de luz brillaban por encima de nosotros en la creciente oscuridad.
       —Sus tres pájaros están en sus nidos —dijo Holmes mirando hacia arriba—. ¡Bueno, bueno! Pero ¿qué es esto? Uno de ellos parece estar bastante inquieto.
       Era el indio, cuya oscura silueta aparecía de repente contra la cortina. Caminaba con rapidez de un lado a otro del cuarto.
       —Quisiera echarles un vistazo a cada uno de ellos —dijo Holmes—. ¿Es posible?
       —Nada más fácil —respondió Soames—. Este conjunto de habitaciones es el más antiguo del colegio, y no es infrecuente que los visitantes pasen por ellos. Acompáñenme y los guiaré personalmente.
       —Nada de nombres, ¡por favor! —dijo Holmes mientras llamábamos a la puerta de Gilchrist.
       Abrió un tipo alto, rubio, esbelto, y nos invitó a pasar cuando comprendió nuestras intenciones. Había dentro algunos elementos verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica del medievo. Holmes estaba tan encantado con uno de ellos que insistió en dibujarlo en su cuaderno, rompió su lápiz, tuvo que pedirle prestado uno a nuestro anfitrión, y, por último, una navaja para sacarle punta al suyo. El mismo curioso accidente le sucedió en la habitación del indio, un tipo silencioso, bajo, de nariz aquilina, que nos observaba con recelo y que se alegró de manera evidente cuando los estudios arquitectónicos de Holmes llegaron a su fin. No logré ver que en ningún caso Holmes hallara la pista que estaba buscando. Solo en el tercero, nuestra visita resultaría infructuosa. La puerta exterior no se abrió al tocar en ella, y de detrás de ella no salió nada más enjundioso que un alud de improperios.
       —Me da igual quiénes sean. ¡Váyanse al diablo! —se oyó bramar a la enfadada voz—. Mañana es el examen, y no quiero que me distraiga nadie.
       —Menudo maleducado —dijo nuestro guía, enrojeciendo de ira mientras nos retirábamos escaleras abajo.
       —Por supuesto, no se ha dado cuenta de que era yo quien estaba llamando, pero, a pesar de todo, su comportamiento es muy descortés y, de hecho, dadas las circunstancias, bastante sospechoso.
       La respuesta de Holmes no dejó de ser curiosa.
       —¿Puede decirme su altura exacta? —preguntó.
       —Pues, la verdad, señor Holmes, no me arriesgaría a tanto. Es más alto que el indio, pero no como Gilchrist. Supongo que rondará los cinco pies y seis pulgadas.
       —Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor Soames, le deseo buenas noches.
       Nuestro guía alzó la voz presa del asombro y la consternación, y dijo quejándose:
       —Pero ¡cielo santo, señor Holmes, no irá a dejarme de esta forma tan brusca! No parece darse cuenta de mi posición. Mañana es el examen. Debo tomar una medida definitiva esta noche. No puedo permitir que mantengan el examen si han copiado uno de los ejercicios. Hay que enfrentarse a esta situación.
       —Lo que tiene que hacer es dejarla como está. Me pasaré mañana por la mañana temprano y charlaremos sobre el tema. Es posible que entonces me halle en situación de indicarle algún plan de acción. Mientras tanto, no haga ningún cambio…, ninguno en absoluto.
       —Muy bien, señor Holmes.
       —Puede quedarse completamente tranquilo. Sin ninguna duda, encontraremos alguna salida a sus dificultades. Me llevaré conmigo la masilla negra, también los residuos de lápiz. Adiós.
       Cuando salimos a la oscuridad del patio interior, miramos arriba de nuevo, hacia las ventanas. El indio seguía caminando por su habitación. Los otros eran invisibles.
       —Bueno, Watson, ¿qué le parece todo esto? —le preguntó Holmes al llegar a la calle principal—. Vaya jueguecito de salón…, una especie de truco de trilero con tres cartas, ¿no? Tiene tres hombres. Tiene que ser uno de ellos. Escoja uno. ¿Cuál elige?
       —El malhablado del último piso. Es el que tiene los peores antecedentes. Y, a pesar de todo, ese indio está hecho un zorro. ¿Por qué si no caminaría de acá para allá sin parar por su habitación?
       —Eso no significa nada. Mucha gente lo hace cuando están intentando aprenderse algo de memoria.
       —Nos miraba de forma extraña.
       —Así lo haría usted si un tropel de desconocidos entrasen cuando se estuviera preparando para un examen que tiene al día siguiente y cada momento contase. No, no veo nada extraño en ello. Lápices, también, y navajas…, todo era satisfactorio. Pero ese tipo me ha dejado desconcertado.
       —¿Quién?
       —Pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta en este asunto?
       —Me ha dado la impresión de ser un hombre absolutamente honesto.
       —A mí también. Eso es lo desconcertante. ¿Por qué un hombre absolutamente honesto…? Vaya, vaya, aquí tenemos una papelería grande. Empezaremos con nuestras averiguaciones aquí.
       Solo había cuatro papelerías de alguna consideración en la ciudad, y, en cada una de ellas, Holmes sacaba sus pedacitos y ofrecía pagar un buen precio por uno como ese. Todos estuvieron de acuerdo en que se podía encargar uno, pero que no era un tamaño corriente de lápiz y que raras veces tenían en el almacén. Mi amigo no pareció venirse abajo por su fracaso, sino que se encogió de hombros con una resignación algo cómica.
       —Nada bueno, mi querido Watson. Esta, la mejor y única pista definitiva, no conduce a nada. Aunque, de hecho, me caben pocas dudas de que podemos plantear un caso convincente sin ella. ¡Dios mío! Mi querido amigo, son casi las nueve, y la patrona murmuró algo de unos guisantes a las siete y media. Que con su incesante tabaco, Watson, y sus comidas a deshoras, ya le anticipo yo que le va a decir que se marche y que tendré que compartir su ruina…; no antes, sin embargo, de que hayamos resuelto el problema del tutor nervioso, el sirviente descuidado y los tres estudiantes resueltos.

       Holmes no hizo más alusiones al asunto ese día, aunque estuvo sentado sumido en sus pensamientos durante mucho tiempo después de nuestra cena tardía. A las ocho de la mañana entró en mi habitación justo en el momento en que terminaba de asearme.
       —Bueno, Watson —dijo—, ya es hora de que nos acerquemos a St. Luke’s. ¿Puede ir sin desayunar?
       —Claro.
       —Soames estará hecho un terrible manojo de nervios hasta que podamos decirle algo concluyente.
       —¿Tiene algo concluyente que contarle?
       —Eso creo.
       —¿Ha llegado a alguna conclusión?
       —Sí, mi querido Watson, he resuelto el misterio.
       —Pero ¿qué prueba nueva ha conseguido?
       —¡Ajá! No me he tirado de la cama a la intempestiva hora de las seis de la mañana para nada. Le he dedicado dos horas de duro trabajo y me he recorrido como poco cinco millas con algo que enseñarle. ¡Mire esto!
       Le tendió la mano. En la palma tres pequeñas pirámides de masilla negra y pastosa.
       —Pero bueno, Holmes, ¡ayer solo tenía dos!
       —Y una más esta mañana. Es un argumento razonable que de dondequiera que provenga la número tres es también el origen de las número uno y dos. ¿Eh, Watson? Bueno, acompáñeme y saquemos al amigo Soames de su sinvivir.

       El desgraciado tutor se encontraba, desde luego, en un estado de deplorable nerviosismo cuando nos encontramos con él en sus aposentos. En pocas horas comenzaría el examen, y todavía se hallaba ante el dilema de hacer públicos los hechos o de permitir que el culpable se presentara a la cuantiosa beca. Apenas podía quedarse quieto, de tan desasosegado como estaba. Corrió hacia Holmes con las dos ansiosas manos extendidas.
       —¡Gracias al cielo que ha venido! Me temía que lo hubiese dado por imposible. ¿Qué he de hacer? ¿Sigue adelante el examen?
       —Sí, desde luego que sigue adelante.
       —Pero ¿y ese granuja?
       —No va a presentarse.
       —¿Sabe quién es?
       —Eso creo. Si este asunto no ha de hacerse público, debemos concedernos algunas prerrogativas y tomar una determinación por nosotros mismos en un pequeño consejo de guerra de carácter privado. ¡Usted allí, se lo ruego, Soames! Watson, ¡usted aquí! Me pondré en el sillón de en medio. Creo que ahora resultamos lo bastante imponentes como para infundir terror en un corazón culpable. ¡Por favor, toquen la campanilla!
       Entró Bannister, y retrocedió con sorpresa y temor evidentes ante nuestro aspecto judicial.
       —Sea tan amable de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Ahora, Bannister, ¿haría el favor de contarnos la verdad sobre el incidente de ayer?
       El hombre empalideció de golpe.
       —Se lo he contado todo, señor.
       —¿Nada más que añadir?
       —Nada en absoluto, señor.
       —Bueno, entonces, debo hacerle algunas preguntas. Cuando ayer se sentó en esa silla, ¿lo hizo para esconder algún objeto que le hubiese enseñado quien hubiese estado en la habitación?
       El rostro de Bannister estaba cadavérico.
       —No, señor, desde luego que no.
       —Es solo una pregunta —dijo Holmes en tono afable—. Admito abiertamente que soy incapaz de probarlo. Aunque parece bastante probable, puesto que en el momento en que el señor Soames se dio la vuelta, usted liberó al hombre que estaba oculto en ese dormitorio.
       Bannister se humedeció los secos labios con la lengua.
       —No había nadie, señor.
       —Ah, es una pena, Bannister. Hasta ahora había dicho la verdad, pero ahora sé que ha mentido.
       El rostro del hombre adoptó un semblante de hosco desafío.
       —No había nadie, señor.
       —¡Venga, vamos, Bannister!
       —No, señor, no había nadie.
       —En ese caso, no puede darnos más información. ¿Haría el favor de quedarse en la habitación? Quédese allá, junto a la puerta del dormitorio. Ahora, Soames, voy a pedirle que tenga la enorme amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y pedirle que baje aquí.
       Un momento después, regresó el tutor, trayendo con él al estudiante. Era un hombre imponente, alto, ágil y flexible, de paso ligero y un rostro agradable y sincero. Sus ojos azules nos miraron preocupados a cada uno de nosotros, y, por fin, se quedaron fijos, con una expresión de consternación absoluta, en Bannister, que se encontraba en el rincón más alejado.
       —Cierre la puerta —dijo Holmes—. Ahora, señor Gilchrist, aquí nos encontramos a solas, y nadie debe saber nunca ni una palabra de lo que pase entre nosotros. Podemos ser totalmente francos el uno con el otro. Queremos saber, señor Gilchrist, cómo usted, un hombre honrado, ha llegado a cometer un acto semejante al de ayer.
       El desafortunado joven se tambaleó hacia atrás y le echó una mirada llena de terror y reproche a Bannister.
       —No, no, señor Gilchrist, señor, no he dicho en ningún momento una palabra…, ¡ni una palabra! —exclamó el sirviente.
       —No, pero lo acaba de hacer —dijo Holmes—. Ahora, señor, será consciente de que, tras las palabras de Bannister, su posición es desesperada y que su única oportunidad reside en una confesión sincera.
       Por un momento el señor Gilchrist, con una mano levantada, trató de dominar el temblor de sus facciones. Al siguiente, se había arrojado al suelo, junto a la mesa, de rodillas y, ocultando su rostro entre las manos, rompió a llorar de manera vehemente.
       —Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—, errar es humano, y por lo menos nadie puede acusarle de ser un despiadado criminal. Tal vez le resultara más sencillo si yo le contara al señor Soames qué ocurrió, y usted me corrigiera en lo que me equivocase. ¿Lo hago así? Bien, bien, no se esfuerce por contestar. Escuche y verá que no soy injusto con usted.
       »Desde el momento, señor Soames, en que me dijo que nadie, ni siquiera Bannister, podía haber contado con que los ejercicios estuvieran en su habitación, el caso comenzó a adoptar una forma definida en mi mente. El impresor podía ser descartado, por supuesto. Podía examinar los ejercicios en su propia oficina. Tampoco consideré que fuera el indio. Si las pruebas de imprenta estaban enrolladas, no era posible que supiera lo que eran. Por otro lado, parecía una coincidencia inimaginable que un hombre se atreviera a entrar en la habitación y que, casualmente, ese mismo día estuvieran los ejercicios encima de la mesa. Lo descarté. El hombre que entró sabía que los ejercicios estaban allí. ¿Cómo lo supo?
       »Cuando me acerqué a su habitación, examiné la ventana. Me hizo gracia cuando supuso que estaba valorando la posibilidad de que alguien, a plena luz del día, a la vista de esas habitaciones de enfrente, hubiese entrado forzándola. Tal idea era absurda. Estaba calculando lo alto que tendría que ser un hombre para ver al pasar qué papeles había en la mesa del centro. Yo mido seis pies de alto y podía, con esfuerzo. Nadie más bajo hubiese tenido oportunidad de hacerlo. Ya ve que tenía razones para pensar que, si uno de sus tres estudiantes era un hombre de una altura desacostumbrada, era, de los tres, al que más valía la pena vigilar.
       »Entré y compartí con usted lo que sabía con respecto a los indicios de la consola. No podía hacer nada con la mesa del centro, hasta que en su descripción de Gilchrist mencionó que hacía salto de longitud. Entonces, se me hizo claro todo en un momento, y solo necesitaba algunas pruebas para confirmarlo, que obtuve rápidamente.
       »Esto fue lo que pasó. Este joven le había dedicado la tarde a las pistas de atletismo, donde había estado practicando el salto. Regresó con sus zapatillas de saltar, que están provistas, como sabe, de varios tacos afilados. Al pasar por su ventana, vio, gracias a su gran altura, esas pruebas de imprenta encima de su mesa y supuso lo que eran. No hubiese sucedido nada malo de no haber visto, al pasar por su puerta, la llave dejada allí por un descuido de su sirviente. Un impulso repentino se apoderó de él de entrar y ver si eran realmente las pruebas de imprenta. Una proeza peligrosa no era, puesto que siempre podía fingir que sencillamente se había pasado para hacerle una pregunta.
       »Pues bien, cuando vio que eran realmente las pruebas de imprenta, fue entonces cuando cedió a la tentación. Dejó sus zapatillas sobre la mesa. ¿Qué fue lo que dejó sobre la silla de cerca de la ventana?».
       —Unos guantes —dijo el joven.
       Holmes le dedicó una mirada triunfal a Bannister.
       —Dejó sus guantes encima de la silla y cogió las pruebas, hoja a hoja, para copiarlas. Pensó que el tutor tendría que regresar por la puerta principal y que lo vería. Como sabemos, volvió por la puerta lateral. De repente, lo oyó en la misma puerta. No había forma de escapar. Se olvidó los guantes, pero cogió las zapatillas y se metió corriendo en la habitación. Ven que el arañazo de la mesa es leve en un extremo, pero que se hace más profundo en dirección al dormitorio. Eso en sí es bastante para indicarnos que habían tirado de la zapatilla en ese sentido y que el culpable se había refugiado allí. La tierra que rodeaba el taco se quedó encima de la mesa, y se desprendió una segunda muestra de ella y cayó en el dormitorio. Puedo añadir que me di un paseo hasta las pistas de atletismo esta mañana, vi que se utiliza esa arcilla negra tan persistente en el foso de salto de longitud y traje conmigo un ejemplo, junto con algo del fino polvillo o serrín que se esparce por encima para prevenir los resbalones de los atletas. ¿He dicho la verdad, señor Gilchrist?
       El estudiante se había levantado.
       —Sí, señor, es verdad —dijo.
       —Santo cielo, ¿no tiene nada que añadir? —exclamó Soames.
       —Sí, señor, tengo algo que añadir, pero me ha dejado apabullado la conmoción de que me hayan desenmascarado de forma tan deshonrosa. Tengo una carta aquí, señor Soames, que le he escrito esta madrugada en mitad de una noche de insomnio. Ha sido antes de que supiera que mi yerro había sido descubierto. Aquí está, señor. Verá que decía: «He decidido no ir al examen. Me han ofrecido un cargo en la policía de Rodesia y me marcho a Sudáfrica de inmediato».
       —Desde luego, me alegra oír que no iba a tratar de aprovecharse de su ventaja desleal —dijo Soames—. Pero ¿por qué ese cambio de intenciones?
       Gilchrist señaló a Bannister.
       —Ese es el hombre que me ha hecho recapacitar y me ha llevado por el buen camino —dijo.
       —¡Vamos, Bannister! —dijo Holmes—. Le habrá quedado claro por lo que he dicho que solo usted podía dejar salir a este joven, dado que usted había permanecido en la habitación, y tuvo que cerrar con llave cuando salió. Lo de escapar por la ventana resultaba increíble. ¿No puede aclarar el último punto en este misterio y contarnos las razones de sus actos?
       —Era bastante sencillo, señor, de haberlo sabido, pero ni con toda su inteligencia le hubiese sido posible saberlo. Hubo un tiempo, señor, en que fui mayordomo del buen sir Jabez Gilchrist, el padre de este joven caballero. Cuando se arruinó, llegué a la universidad como sirviente, pero nunca olvidé a mi buen patrón por haberse venido a menos. Cuidé de su hijo lo mejor que pude por los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando ayer entré en esta habitación, cuando se había dado la alarma, la primerísima cosa que vi fueron los guantes color canela tirados en esa silla. Conocía bien aquellos guantes y comprendí lo que significaban. Si el señor Soames los veía, todo habría terminado. Me dejé caer en esa silla y no me movió nada de allí hasta que el señor Soames fue a buscarle a usted. Entonces, salió mi pobre y joven señor, con quien había jugado a trotar en mis rodillas, y me lo confesó todo. ¿No le parece natural, señor, que lo salvara y no le parece natural también que tratara de hablar con él como hubiese hecho su difunto padre, y le hiciera entender que no podía sacar partido de un acto semejante? ¿Podría culparme por ello?
       —Lo cierto es que no —respondió Holmes, de manera cordial, poniéndose en pie de un salto—. Bueno, Soames, creo que hemos aclarado su problemilla, y nos espera el desayuno en casa. ¡Vamos, Watson! En cuanto a usted, señor, confío en que le espere un brillante porvenir en Rodesia. Ha caído bajo por una vez. Háganos ver en el futuro lo alto que puede llegar.


LA AVENTURA DE LOS TRES ESTUDIANTES (ACTIVIDAD)

1) ¿QUIÉN NARRA LA HISTORIA?

2) IDENTIFICAR Y DESCRIBIR TODOS LOS PERSONAJES DEL RELATO.

3) DETERMINAR EL TIEMPO Y EL LUGAR DE LA HISTORIA.

4) ¿QUIÉNES SON LOS TRES SOSPECHOSOS? ¿QUÉ CARACTERÍSTICAS Y ACCIONES LLEVAN A INCREMENTAR O DISMINUIR LAS SOSPECHAS SOBRE CADA UNO DE ELLOS.